Una democracia no solo se rige por el juego de las fuerzas políticas representadas por los partidos. Entreverados con ellos están los llamados "grupos de presión", que no son propiamente grupos y no solo presionan. En España no se hallan regulados, no aparecen como tales. Más bien se trata de movimientos difusos, disfrazados muchas veces de honorables asociaciones, empresas, sindicatos, etc., pero que ante todo persiguen un beneficio económico. Lo fundamental es que velan por sus intereses, cuando se ven mermados por ciertas decisiones políticas. Al no estar regulados, consiguen sus objetivos, a veces de forma sibilina y hasta fraudulenta. Pero sus hazañas pasan inadvertidas. Su éxito se deriva de controlar muy bien los medios de comunicación. Dominan la calle como nadie.
En la España actual (y me temo que en otros países de lo que se llama "nuestro entorno") los movimientos de presión más exitosos son el feminismo y el ecologismo. Ambos reciben continuamente generosas subvenciones de las Administraciones Públicas. Previamente, han convencido a la opinión pública y a los partidos de que sus respectivos intereses equivalen a los de la nación. Naturalmente, para una operación de esa envergadura se necesita mucho dinero. Ningún organismo público se atreve a tomar decisiones que puedan irritar a los colectivos feministas o ecologistas. Si lo hicieran, serían reos de machismo o de atentar contra la naturaleza, dos pecados públicos que no admiten perdón.
Tanto feministas como ecologistas dominan perfectamente las movilizaciones callejeras. Sus colores respectivos, el morado y el verde, cada vez venden más. Las exigencias feministas o ecologistas se transforman fácilmente en leyes. Otra cosa es que luego las leyes no se cumplan del todo, pero ese es otro cantar. Al menos, los ardorosos líderes del feminismo y el ecologismo consiguen que sus puntos de vista se adopten por la generalidad de la población.
En ocasiones, los objetivos de los grupos de presión se consiguen de manera sutil, confundiendo al personal. Pongamos el ejemplo del llamado "recibo de la luz", que realmente es la factura de la electricidad. Por lo general, los productos industriales presentan una tendencia secular a la disminución del precio. Se pone siempre el ejemplo de las bombillas eléctricas. Se trata de una consecuencia del progreso tecnológico y organizativo. Pero lo asombroso en España es que la electricidad misma es la gran excepción a esa ley del desarrollo industrial. El precio de la electricidad sube continuamente de precio, aunque no se note mucho. Pasa inadvertido porque es un bien de primera necesidad (más que el pan) y, además, parece invisible. Además, el recibo de la luz resulta muy difícil de entender.
Un artificio de las empresas eléctricas (cada vez son menos; entre ellas se entienden muy bien) es convencer a la clientela (que somos todos) de que es mejor producir kilowatios con fuentes renovables. Se consideran así fundamentalmente los molinillos de viento y las placas solares. Ahí confluyen con la ideología ecologista. Pero resulta que esas fuentes son las más caras. Tanto que el Estado debe compensar a las empresas eléctricas con una continua y oculta subvención para sufragar el esfuerzo. Es la que se esconde en el recibo de la luz, junto a otros impuestos y tasas.
No para ahí la cosa. Todos recordamos que el año pasado llovió poco. Por tanto, bajó la producción hidroeléctrica (que es la más barata). Se convenció fácilmente a los consumidores de que había que subir el precio de la electricidad. Pero ahora viene lo bueno. Resulta que el último trimestre ha sido el más lluvioso en muchos años y se han llenado los embalses. Sin embargo, el precio de la electricidad ha subido más que nunca. Es decir, se aplica el viejo dicho de: "Leña si remas; leña si no remas".