España no solo es un país difícil para hacer negocios debido al complejo y muy costoso entramado burocrático y fiscal al que deben hacer frente, día tras día, empresarios y autónomos, sino que también dificulta enormemente la actividad comercial, con todos los inconvenientes que ello supone para el conjunto de los consumidores, así como para la creación de riqueza y empleo en el importante sector de la distribución.
La economía nacional ocupa un puesto bochornoso en esta materia, ya que impone el segundo mayor volumen de restricciones al ejercicio del comercio en la UE, según alerta la Comisión Europea. Las numerosas y estrictas barreras que existen para la apertura de nuevas tiendas, las absurdas rigideces en materia de horarios, la elevada fiscalidad que sufren muchos establecimientos o las arcaicas regulaciones sobre los períodos de rebajas son tan solo algunos de los nefastos ejemplos que destacan las autoridades comunitarias.
El origen de este problema radica, en primer lugar, en la obtusa mentalidad que impera en la clase política, cuyo desconocimiento en materia económica o, directamente, mala fe hace que mantengan en vigor prohibiciones y normativas que afectan negativamente al bienestar de la población y, por tanto, al interés general del país. A ese intervencionismo generalizado se le suma, además, el hecho de que existan 17 normativas diferentes a nivel autonómico, más las correspondientes restricciones a nivel local, generando así una caótica amalgama de regulaciones, a cada cual peor, cuya única finalidad consiste en entorpecer la loable y noble actividad comercial.
El sector de la distribución, al que pertenecen marcas del calibre de El Corte Inglés, Carrefour o Ikea, entre muchas otras, no puede operar libremente en España, puesto que la apertura de nuevas tiendas, los horarios e incluso la política de precios no dependen, en ningún caso, de la voluntad de los consumidores, sino de la siempre arbitraria decisión de los políticos, empeñados en limitar el comercio bajo argumentos de lo más falaces y peregrinos, limitando así la capacidad de elección de la gente.
Por desgracia, este problema no es nuevo, sino que constituye una de las grandes deficiencias estructurales que padece la economía española desde hace décadas. La ley de unidad de mercado o las medidas adoptadas en los últimos años por el Gobierno del PP para tratar de liberalizar el sector no dejan de ser meras declaraciones bienintencionadas, ya que, a la hora de la verdad, este estudio de la Comisión Europea demuestra que la libertad comercial brilla por su ausencia, salvo alguna que otra excepción, como es el caso de la Comunidad de Madrid, donde se han producido ciertos avances.
Que existan este tipo de impedimentos ya es grave de por sí, puesto que perjudica al consumidor y a los miles de potenciales empleos que podría generar una mayor libertad comercial, pero que se mantengan en plena revolución tecnológica, donde el comercio electrónico crece de forma exponencial, supone una losa insostenible para un sector cuyo desarrollo se ve encorsetado por trabas inútiles y toda una amalgama de impuestos abusivos. El comercio, que no es otra cosa que el poder comprar y vender libremente, es un fiel reflejo de la libertad, y el hecho de que España sea el segundo país de la UE con más trabas y barreras a esta actividad evidencia que todavía queda mucho por hacer en materia económica para garantizar un futuro próspero.