El Gobierno de Mariano Rajoy se ha vuelto a descolgar con un proyecto de Presupuestos Generales del Estado profundamente erróneo, no solo desde el punto de vista económico y fiscal, sino también político. Lo único que busca la propuesta del PP es intentar contentar a parte de su electorado con algunas migajas presupuestarias en forma de subidas salariales a los funcionarios y aumento de las pensiones mínimas, exhibiendo con ello un nefasto cortoplacismo que en nada contribuye al interés general del país, pero tampoco a su propio partido.
El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, se vanaglorió el pasado martes de presentar en el Congreso los Presupuestos con el mayor gasto social de los últimos años, bajo la excusa de devolver a la sociedad parte del sacrificio que había realizado durante la crisis. Sin embargo, lo único que ofrece este proyecto es un nuevo incremento del gasto público, con un aguinaldo de 4.000 millones de euros a repartir entre pensionistas, funcionarios y rentas bajas para captar votos, aprovechando la recaudación extra que posibilitará el crecimiento económico y la creación de empleo durante 2018. Y ello, a pesar de que España es el único país del euro que supera el umbral máximo de déficit del 3% del PIB y de que la deuda ronda el 100%, el mayor nivel en un siglo.
La irresponsabilidad y ceguera del Gobierno en esta materia no puede ser mayor. En primer lugar, porque lo último que requiere España es despilfarrar más dinero del contribuyente. El gasto público total rondará los 490.000 millones de euros en 2018, equivalente al 40,5% del PIB, casi 20.000 millones más que en 2017. El número de partidas, entes y organismos susceptibles de ser eliminados o, como mínimo, de reducir costes es, sencillamente, ingente. Tan solo prescindiendo de las onerosas e improductivas subvenciones que reciben todo tipo de sectores y actividades, así como las empresas y organismos inútiles y las ineficiencias que presenta el sector público, especialmente a nivel autonómico, los contribuyentes se podrían ahorrar cada año entre 50.000 y 70.000 millones de euros sin grandes esfuerzos, dejando intactas las partidas destinadas a pensiones, educación, sanidad y protección social.
Un ahorro de estas características, sumada a la recaudación adicional proveniente de la recuperación económica, permitiría al Gobierno plantear una sustancial rebaja de impuestos, además de acabar con el déficit y empezar a amortizar deuda para reforzar la solvencia del Estado. De este modo, mataría dos pájaros de un tiro, ya que, por un lado, propiciaría una automática y generalizada subida de sueldos y rentas muy superior a la presentada en los Presupuestos. Todos los contribuyentes, desde pensionistas y funcionarios hasta parados y trabajadores, verían incrementadas sus nóminas de forma significativa gracias a la existencia de una menor carga fiscal, con todo lo que ello supone desde el punto de vista electoral. Pero es que, además, dicha medida también ayudaría a impulsar la creación de riqueza y empleo, acelerando con ello la salida definitiva de la crisis. El único que perdería con este planteamiento sería el funesto clientelismo político, social y empresarial que vive de la sopa boba que les ofrece la estructura pública a costa del bolsillo de los contribuyentes.
Además, España en ningún caso se puede permitir un Estado que gaste más de lo que ingrese y aún menos que desvalije al sector productivo mediante elevados impuestos con tal de mantener su chiringuito en pie. Con una deuda del 100% del PIB, es una absoluta temeridad disparar el gasto público. También es cierto que, dada la situación política actual, el Gobierno no cuenta con la mayoría suficiente para aprobar los Presupuestos, pero puestos a negociar, al menos presentar un plan que sea realmente beneficioso para los españoles y el interés general del país, sin plegarse de buenas a primeras a los postulados presupuestarios de la izquierda política y mediática.