O dicho de otro modo, conviene, a la hora de tomar decisiones, tener los pies bien posados en el suelo, no sea que sobrevolando la realidad, a distancia tan larga como necesaria, perdamos su entidad, sus características y sus exigencias.
Pocas veces el mundo es como nos gustaría que fuese, por ello, dejarnos llevar por lo que nos gustaría puede acarrear males mayores que los que se pretenden evitar. Las cartas a los Reyes Magos, con frecuencia nos sorprenden al llegar la factura; un detalle olvidado.
Si en cualquier momento, en frío y en abstracto, se me pregunta si soy partidario de bajar los impuestos, mi respuesta será contundentemente afirmativa. Y ello, porque soy consciente de que las Administraciones Públicas gastan mucho y mal; es decir con poca eficiencia y en objetivos que poco o nada añaden al bienestar de los ciudadanos.
Comprendo que los votos, para quienes dependen de ellos, son un bien escaso y de primera necesidad, por lo que puede ocurrir que, en estado de necesidad, se tomen decisiones que racionalmente nunca se habrían tomado.
Así, cuando la economía (pese a su recuperación) sigue operando en déficit público (no hay que confundir "déficit" con "límite del déficit") resulta incoherente pedir reducción de impuestos y elevación del gasto público, al grito de "se acabó la austeridad".
Ya sé que se me argumentará que Laffer demostró que cuando bajan los tipos impositivos aumenta la actividad económica y, consecuentemente, aumenta la recaudación tributaria.
Aunque, Laffer exigía una condición: que no haya restricciones en los mercados ni en las condiciones para el desenvolvimiento de actividades económicas. España, sin embargo, es un ejemplo de libro en restricciones de todo tipo y en barreras administrativas al inicio de cualquier iniciativa empresarial.
¿Quiere decirse que no deben bajar los impuestos? No. Lo que estoy diciendo es que no basta bajar impuestos si no se eliminan los desincentivos a la actividad económica, tanto en restricciones – legales y conductuales – como en la prolija regulación que, no por ello, elimina la discrecionalidad en las decisiones de la Administración.
Hecho esto, redúzcase el gasto y redúzcanse los impuestos. Y, por cierto, me atrevo a formular lo que algunos considerarán una cuestión menor, pero que creo no lo es. ¿Se ha olvidado que España debe a sus acreedores tanto como producto interior bruto genera cada año? ¿A nadie se le ha ocurrido pensar que la deuda hay que pagarla y que la bonanza en tipos de interés puede estar cerca de su fin?
Deuda es, simplemente, acumulación de déficits sucesivos y, por tanto, sólo podrá pagarse, también, mediante sucesivos superávits. Estos, sin embargo, no se consiguen aumentando gastos y disminuyendo impuestos.
Y repito, que soy ferviente partidario de reducir impuestos, pero también lo soy de no incurrir en déficits y de ir reduciendo los extraordinarios niveles de deuda pública. Vivir como rico siendo pobre, no pasa de ser un voluntarismo del que un día quizá se despierte violentamente.