Año 1900. En un hogar del mundo rico, la clase media pierde casi 50 horas semanales preparando la comida. El grueso del trabajo recae sobre las mujeres, que además de cumplir estas tareas también estaban a cargo de otras labores domésticas como la limpieza, la lavandería, el planchado o el cuidado de los niños.
Pero, como recuerda Deirdre McCloskey, las cosas empezaron a cambiar una vez la economía de mercado empezó a desarrollar nuevas tecnologías orientadas a facilitar estos trabajos. La mejora en la distribución de los alimentos y la aparición de nuevos utensilios y aparatos para la cocina fue el primer paso. Después llegó la masificación de estas innovaciones, con precios cada vez más asequibles. El resultado es que, ciento veinte años después, el tiempo medio invertido cada semana en preparar la comida es cinco veces más bajo. Además, el reparto de tareas ha ayudado a que cada vez más hombres asuman estos roles. Poco a poco, estas innovaciones capitalistas liberaron a millones de mujeres de las tareas domésticas que desarrollaban mayoritariamente.
El siguiente paso fue la entrada en las aulas. La tasa de participación femenina en la educación secundaria ha subido a nivel mundial del 30% observado hace medio siglo al 80% registrado hoy. De hecho, si subimos un escalón y nos fijamos en la educación terciaria, encontramos que, a nivel global, hay un 20% más de mujeres en las universidades y la formación profesional.
Semejante salto formativo ayudó a acelerar también la entrada de la mujer en el mercado de trabajo. Hace apenas cuarenta años, la participación femenina en el ámbito laboral rondaba, a nivel mundial, el 50%. Desde entonces, las estadísticas del Banco Mundial arrojan un crecimiento sostenido de estos indicadores, hasta llegar al 70%. En los países ricos de la OCDE, este porcentaje roza el 80%, mientras que en España alcanza el 82%. El caso de nuestro país es especialmente positivo porque los niveles observados en 1980 eran inferiores a la media mundial (50% en el resto del mundo frente al 35% de España).
Las primeras generaciones de mujeres que dejaban el trabajo doméstico y entraban en el mercado laboral contaban con poca experiencia y escasa formación. Sin embargo, su esfuerzo abrió la veda para una mejora progresiva en los ingresos de las trabajadoras.
De media, en 1970, los puestos ocupados por mujeres en el mundo rico tenían una remuneración claramente inferior, en el entorno del 45%. Hoy, esa brecha ha caído al 15%, con tendencia descendente. Como ha explicado Libre Mercado, esto no significa que exista una discriminación generalizada, ya que las leyes laborales no permiten retribuir de forma desigual un mismo trabajo. Lo que sí ocurre es que el menor número de horas trabajadas, las diferencias en las preferencias formativas y otros factores, como la maternidad, explican que, de media, ellas aún ganen menos que ellos. Sin embargo, incluso según este indicador, se observa una reducción importante de las diferencias hombre-mujer.
El impulso del capitalismo a nivel mundial ha contribuido notablemente a estos avances. Así lo certifica una comparativa entre el Índice de Libertad Económica del Instituto Fraser y los indicadores de desigualdad de género que calcula la ONU. Basta con cruzar los datos del think tank canadiense con los informes de Naciones Unidas para comprobar que la ratio de desigualdad en factores socioeconómicos como la salud, la participación laboral o la educación es del 50,6% en los países menos libres, pero cae al 13,9% en las economías más capitalistas. Así pues, a mayor libertad económica, menor desigualdad de género.
Y todo ello sin olvidar que la presencia de la mujer en el ámbito parlamentario también ha crecido de forma sustancial en las últimas décadas, a diferencia de lo sucedido en algunos referentes de la extrema izquierda.