Últimamente se ha puesto de moda eso de la salud laboral desde una perspectiva de género y abundan las subvenciones de distintos organismos públicos –tanto nacionales como internacionales– para financiar estudios, seminarios, conferencias y materiales destinados a este fin. Todo ello obedece a la brutal ofensiva del feminismo radical que se despliega en todos y cada uno de los ámbitos profesionales, económicos y sociales que uno se pueda imaginar. Algo que empieza a adquirir tintes obsesivos y enfermizos.
Pero puestos a analizar la siniestralidad y la salud laboral desde una perspectiva de género, hagámoslo desde la objetividad de las cifras: según los datos de accidentes de trabajo de 2017, el 67% de todos los accidentes laborales los sufrieron los hombres, frente a un 33% de las mujeres. Teniendo en cuenta que las mujeres representan aproximadamente el 45% de los afiliados de la Seguridad Social, vemos que su tasa de siniestralidad laboral es sensiblemente inferior a la de los varones.
Pero si profundizamos en los datos y analizamos los accidentes graves, la cosa se pone más peliaguda: el 80% los padecieron los hombres y sólo el 20% las mujeres. Si seguimos en ese ritmo ascendente de gravedad y nos adentramos en las luctuosas cifras de muertes por accidente de trabajo, vemos que del total de 618 accidentes mortales ocurridos en España en 2017, el 91% (562 fallecimientos) corresponden a varones y sólo el 9% (56 decesos) a mujeres. Nueve de cada diez accidentes de trabajo mortales tienen como víctima a hombres.
Si profundizamos más en los accidentes mortales, vemos que si tenemos en cuenta sólo los ocurridos efectivamente en el trabajo, el 95% corresponden a hombres. Por el contrario, en los accidentes in itínere (que realmente no tienen que ver con la realización del trabajo, sino el desplazamiento y por lo tanto relacionados normalmente con accidentes de tráfico) los fallecimientos de mujeres suben hasta el 25%. Es decir, sólo el 5% de las víctimas de los accidentes mortales propiamente de trabajo son mujeres, pero sin embargo es éste el colectivo que, a juicio de las feministas, requiere de una especial atención.
De todo lo anterior se desprende que de hacer algún enfoque de los riesgos laborales desde una perspectiva de género, ésta debiera hacerse desde la perspectiva del varón y no desde las "profesiones feminizadas". No en vano los varones aportan nueve de cada diez muertos por accidente de trabajo. Y eso sí que es una brecha de verdad, una brecha mortal.
Esto nos demuestra que quienes tratan enfrentar a la sociedad en una imaginada confrontación de sexos, carecen del más mínimo freno moral, que todo vale a la hora de sacar rédito político de conflictos artificiales, creados ex profeso y con tal propósito. Como ven, al final, todo este tipo de cuestiones no pretenden solucionar los problemas reales sino imaginarios, buscan politizar y contagiar de ideología problemas técnicos muy serios en los que deberían dejar trabajar sin interferencias a los profesionales y apartar de los mismos a los políticos e ideólogos.
Y es que, como se podrán imaginar, los hombres no son más torpes que las mujeres y por eso se accidentan más; la realidad es que los hombres suelen ocupar puestos de trabajo con más riesgo que las mujeres y por eso –entre otras cosas– también en ocasiones cobran más. Ya va siendo hora de abordar los problemas sin perspectiva de género, de aparcar las ideologías que todo lo enturbian y nublan la razón, de apostar por la reducción de la siniestralidad laboral sin distinciones de sexos, razas ni religiones y de ver qué reformas son necesarias para aumentar la productividad, única manera sostenible y racional para que los salarios puedan –también sin perspectiva de género ni de ningún tipo– subir.