El empresario, artífice del crecimiento económico. Esta afirmación justifica la alarma que cundía en nuestro país hace apenas dos semanas, tras conocerse el informe de la OCDE según el cual España ocupa el puesto treinta y seis, de treinta y siete, en la tasa de empresariado incipiente (porcentaje de la población adulta –18 a 64 años– que ha participado activamente en la creación de una empresa) en el período 2012-2016.
Así, frente a la media de la OCDE: 7,4% en varones y 4,9 en mujeres, España arroja un 3 y un 2,1, respectivamente, sólo por encima de Bulgaria (2,8 y 1,8) y muy por debajo de Chile (17 y 15,3), Estados Unidos (10,4 y 9) o Canadá (10,4 y 8,7); lo que contrasta con nuestro elevado nivel de autoempleo.
¿Por qué ese temor a la creación de empresas? ¿Cabe pensar en un crecimiento sostenible sin una amplia iniciativa empresarial? ¿Es quizá el acceso a la financiación la causa determinante de ello, como piensa la OCDE?
Me atrevo a plantear una reflexión previa: ¿hay espacio para el empresario en una economía, como la española, regulada con alto nivel de discrecionalidad? Cuando hablamos de empresario no nos referimos al amigo del político que por amistad o soborno consigue una concesión; tampoco al que vive pendiente del BOE, seguro de alcanzar privilegiadamente un contrato público. Contemplamos a quien, atento a un mercado abierto, con información escasa y probablemente errónea, es capaz de descubrir las oportunidades de beneficio que se originan por la diferencia ingresos-costes. La información disponible, cual sea, lo está para todos, pero sólo unos pocos –los empresarios– son capaces de detectar esas oportunidades, que para los demás pasan inadvertidas. Las detectan y las aprovechan.
Dirá el lector que también se pueden equivocar; naturalmente. Sólo el que toma decisiones y desarrolla acciones para llevarlas a término puede equivocarse; aún así, habrán sido acciones empresariales. Ese empresario –el de verdad– lo único que precisa es un sistema jurídico, político y económico estable y ajeno a la voluntad discrecional de quien ostenta el poder. No requiere ayudas, le basta con que se eliminen las trabas y se le garantice la estabilidad normativa que precisa para el desarrollo de su función, que exige siempre plazo medio o largo, pues el plazo inmediato, habitual en la especulación, no es común en la acción empresarial.
Por ello, aspectos tales como la falta de calidad institucional, el descrédito de la clase política, la malversación de fondos públicos, el pago de comisiones ilegales, la burocracia, etc., valorados esta misma semana por el Foro de Davos –relegándonos, en nivel de competitividad, al puesto 104 de entre 137 países–, pueden ser, con la mayor de las probabilidades, los causantes de nuestra precaria vocación empresarial.