Que la explotación de las minas de carbón, y el uso de éste en centrales térmicas para la producción de energía eléctrica, es una ruina económica no es algo nuevo; pero, desde nuestro compromiso con la preservación del medio, a la ruina económica se añade también la ruina ambiental.
En España se suceden los Gobiernos, se alternan las ideologías en el poder y la cuestión del carbón, que no es una cuestión menor, sigue presente, lastrando el establecimiento de una política energética eficiente y moderna.
Abundan –ya desde los años ochenta– los informes sobre la no sostenibilidad; los pronósticos, incluso los toques de atención de la Unión Europea, a la que los Gobiernos españoles solicitan prórrogas que les permitan no tomar decisiones, por aquello de no molestar a nadie. La realidad, sin embargo, es que se molesta al universo entero al no hacer lo que se supone que deberíamos hacer para cumplir con protocolos y acuerdos que hemos suscrito.
La economía de cualquier nación precisa de fuentes de energía abundantes, de suministro seguro y de bajo coste de producción. Ello conforma la necesidad de una verdadera política energética, definida con rigor y no sometida a manipulación por intereses cortoplacistas de fuerzas sindicales, presiones locales y lobbies ruidosos que nada tienen que perder.
Que en el año 2018, que acabamos de comenzar, se pueda defender, por una misma ideología, el uso del carbón en las centrales térmicas y la protección del medioambiente luchando contra las emisiones que lo degradan es una contradicción que merece sanción pública inmediata.
No se puede, responsablemente, restringir la circulación de automóviles para reducir la contaminación, cuando desde la producción de electricidad se contamina en mayor escala. Recordemos los albores de una política energética en Londres: allí, una ordenanza de 1273 prohibía el uso doméstico del carbón por ser perjudicial para la salud. Apenas años después (1306), una proclama real prohíbe también el uso del carbón en los hornos de los artesanos, por la misma razón.
En 1661 John Evelyn le dice al rey Carlos II que el problema de la contaminación no se debe a los usos domésticos del carbón, o al de los artesanos, sino al de los cerveceros, los tintoreros y los productores de cal, cuyas industrias habría que desplazar al otro lado del Támesis, separándolas con frondosos y aromáticos árboles que depurasen el aire y protegiesen a la población.
Rudimentaria (siglo XVII), pero política energética y medioambiental. ¿Para cuándo, en el siglo XXI, deja España la definición de una política energética coherente? Precios, subvenciones, regulación, oscurecen el mercado y el destino del producto.
Las empresas energéticas solicitan ayudas que compensen la ruina de no cerrar algunas centrales; los sindicatos reclaman que el sector público asuma la titularidad de ellas porque, si muerto el perro se acabó la rabia, muerto el empresario, lo público garantizará la jauja universal.