La proclamación de la independencia de Cataluña constituye un hecho irreversible, no desde el punto de vista político -pues su suspensión, primero, por quienes la proclamaron y por el Estado, después, al aprobarse en el Senado la aplicación del artículo 155 de la Constitución, han supuesto una vuelta, al menos provisional, al statu quo autonómico-, sino desde la perspectiva de la determinación de los límites que están dispuestos a traspasar los partidos nacionalistas.
Éstos señalaron con nitidez que no sólo eran capaces de plantear retos al Estado, sino de romper con ese mismo Estado, desbaratando así el marco institucional en el que se ha desenvuelto durante siglos la sociedad catalana y, con ella, su economía. Esto es lo que constataron desde el día siguiente a la celebración del referéndum de independencia las miles de empresas que, durante tres meses siguientes a ese acontecimiento -remachado cuatro semanas más tarde con la declaración del Parlamento regional-, decidieron deslocalizar su sede y su domicilio fiscal de Cataluña.
Y lo que apreciaron los millones de ciudadanos que, por precaución, decidieron rebajar su propensión al consumo, los miles de españoles que reprogramaron sus vacaciones para disfrutarlas en otros lugares de la costa mediterránea, los miles también de extranjeros que, alertados por la inseguridad, desviaron sus viajes hacia destinos alejados de Cataluña y los inversores internacionales que suspendieron o aplazaron sus operaciones de capital en Barcelona o en otros destinos del Principado.
No sorprende, por ello, que todos los indicadores de la actividad económica que hemos ido conociendo durante el último trimestre de 2017 muestren un comportamiento en Cataluña netamente inferior al del resto de España. Entendámoslo bien, de lo que se trata es de que, mientras el crecimiento de la economía española iba revalidando su excelente resultado del ejercicio, en Cataluña todo era mediocridad, aunque no decaimiento.
No es que Cataluña, como algunos precipitadamente anunciaron con profusión de resultados econométricos inventados, por ajenos a la realidad, vaya a entrar en recesión, sino que ha visto rebajado, casi de manera instantánea, su potencial de crecimiento precisamente porque la ruptura institucional que los nacionalistas están dispuestos a llevar hasta sus últimas consecuencias reduce drásticamente, para los de dentro y de fuera -empresarios, financieros, consumidores, trabajadores, turistas-, la apreciación de su ventaja como región privilegiada, tanto por su estrecha relación con el resto de España -no se olvide que, de acuerdo con la estimación de un modelo de gravedad realizada por Ghemawat, Llano y Requena, la intensidad del comercio entre Cataluña y las demás regiones españolas es 55 veces mayor que con cualquier otro país del mundo, a igualdad de tamaño económico y distancia geográfica- como por su inserción en el marco de la Unión Europea.
Cataluña es, de momento, España y es Europa, pero puede dejar de serlo. Y esto no es una hipótesis más o menos especulativa, pues ha sido un hecho real, frustrado por las circunstancias, pero potencialmente peligroso en un futuro si el nacionalismo -como el resultado electoral reciente ha mostrado- continúa siendo hegemónico, pues los partidos nacionalistas, sencillamente, han dejado de ser fiables por sus propios méritos.
El futuro declive de Cataluña
Sin duda, el aspecto más llamativo y de mayor relieve en todo esto ha sido el de la deslocalización, pues ha afectado a una parte muy importante de las grandes y medianas empresas, de modo que se habla, aunque los datos aportados son incompletos, de más del 40 por ciento de la actividad financiera, industrial y comercial de Cataluña.
No se trata de un fenómeno singular, pues ha sido observado en otros casos de esta naturaleza, como los del País Vasco, en el período de la presidencia de Ibarretxe, y muy especialmente el de Quebec. Y por ello podemos esperar que tenga un carácter irreversible para la mayor parte de las empresas que la han emprendido, así como que a ella vaya asociada una progresiva descatalanización de sus actividades.
Esto no ocurrirá porque se vayan a trasladar fuera de la región las instalaciones productivas actualmente en funcionamiento -aunque no sea descartable en algunos casos, sobre todo si el proceso de secesión tiene continuidad- sino porque esas empresas acometerán sus nuevos proyectos de inversión en las regiones españolas donde cuentan con mayor estabilidad institucional, redes de proveedores, clientes estables y apoyo de los gobiernos regionales.
Con ello, Cataluña perderá oportunidades para seguir expansionándose, como lo ha hecho hasta ahora durante toda la etapa simultáneamente constitucional y autonómica, al mismo ritmo que el conjunto de España, y se situará entre las regiones cuya tasa de crecimiento del PIB se ubica sistemáticamente por debajo de la media nacional. Las secuelas de tal fenómeno sólo se verán a largo plazo y se moverán dentro de un círculo vicioso de bajo dinamismo, poca creación de empleo y, seguramente, saldo migratorio interior negativo, con la consiguiente pérdida de capital humano. Cataluña no será ya un polo de atracción para los españoles de otras regiones -como no lo ha sido durante décadas el País Vasco- y, aunque se mantenga con un PIB per cápita relativamente alto, perderá su posición de liderazgo en la economía española.
Se puede ilustrar este fenómeno mediante un ejercicio de proyección -no de previsión- del futuro de la economía catalana bajo el doble supuesto de que la economía española seguirá creciendo al mismo ritmo que en los últimos 36 años -es decir, el 2,3 por ciento en promedio- y la catalana lo hará medio o un punto por debajo de esa media. Estas hipótesis pueden ser consideradas razonables si tenemos en cuenta que, por ejemplo, la economía quebequesa creció, después del primer referéndum de independencia, a una tasa una cuarta parte inferior a la de la economía canadiense.
Reitero por otra parte que, desde 1980 -o sea, con la autonomía-, Cataluña creció de la misma manera que el conjunto de España, manteniendo así a lo largo del tiempo, con muy pocas variaciones, su participación del 18,9 por ciento en el PIB español. No es un pasado muy brillante si tenemos en cuenta que hay otra región española de alto nivel de renta -la Comunidad de Madrid- que en el mismo período lo hizo al 2,7 por ciento anual, desplazando a Cataluña de la primera posición dentro de España, en cuanto al tamaño del PIB, desde el año 2012.
Vayamos entonces a los resultados de la referida proyección, tal como se muestran en los escenarios A (crecimiento igual a la media española), B (crecimiento medio punto por debajo de la media española) y C (crecimiento un punto por debajo de la media española) de los gráficos adjuntos.
En el primero se puede comprobar que, al cabo de dos décadas, el PIB de Cataluña estará por debajo del nivel que habría podido alcanzar de no haber sufrido la alteración independentista, cifrándose la pérdida correspondiente entre 30.000 y 58.000 millones de euros. Esta diferencia implicaría una menor creación de empleo situada entre 530.000 y 1 millón de puestos de trabajo y, por consiguiente, una menor capacidad de la región para atraer inmigrantes.
El segundo gráfico muestra el mismo fenómeno desde la perspectiva de la importancia relativa de Cataluña dentro de España, de manera que ésta pierde fuerza al caer, también después de veinte años, entre 1,8 y 3,4 puntos porcentuales. Recordemos a este respecto que, en el caso de Quebec, durante el cuarto de siglo que transcurrió entre 1981 y 2006, esa pérdida fue de dos puntos porcentuales.
En definitiva, lo que este ejercicio muestra es que las consecuencias de la secesión suspendida de Cataluña no son irrelevantes en el terreno económico, aunque su materialización sólo podrá apreciarse en el largo plazo, de manera que el Principado acabará ocupando un lugar secundario entre las regiones españolas. Cataluña ya no será la Fábrica de España, pues una parte relevante de su potencial económico se habrá desparramado sobre otros lugares donde los empresarios no tendrán que temer las alteraciones institucionales que son fruto de los monstruosos sueños del nacionalismo.