La economía nacional cerró el pasado año con un sabor agridulce ya que, si bien el sector privado ha mostrado claros síntomas de avance y dinamismo, las cuentas públicas siguen sin registrar el equilibrio y saneamiento que deberían para poder garantizar el mantenimiento de una sólida recuperación a medio y largo plazo.
En el lado positivo de la balanza destaca, sobre todo, el excelente comportamiento del mercado laboral. España creó más de 610.000 puestos de trabajo en 2017, un hito histórico, tan solo equiparable al anómalo ejercicio 2005, donde la regularización masiva de inmigrantes terminó por aflorar cientos de miles de empleos sumergidos. La afiliación a la Seguridad Social avanzó a un ritmo superior al 3,4% interanual, hasta rozar los 18,5 millones de ocupados, la segunda mayor cifra desde finales de 2008. Desde febrero de 2013, momento en el que la afiliación registró su nivel mínimo, la economía española ha logrado crear 2,3 millones de empleos, recuperando así cerca del 70% del trabajo destruido durante la crisis. Y todo ello, con un volumen récord de contratación indefinida.
Estas buenas cifras reflejan, por un lado, las bondades de la reforma laboral que aprobó el Gobierno en 2012, puesto que la moderada, aunque todavía insuficiente, flexibilidad que aportó dicho cambio normativo facilitó, en gran medida, la recuperación laboral. En un primer momento, frenando la brutal sangría de parados que estaba propiciando la crisis durante los años de recesión y, posteriormente, impulsando la creación de nuevos puestos de trabajo en cuanto el PIB volvió a crecer. Pero, por otro lado, la buena marcha laboral también es un síntoma inequívoco del buen hacer de las empresas y las familias españolas, cuyo esfuerzo, sacrificio y capacidad de superación están sacando al conjunto del país de la crisis, a pesar de las enormes trabas y dificultades que imponen la Administración y la clase política. España no es un país fácil para hacer negocios ni para crear empleo en comparación con otras grandes potencias y, pese a ello, el sector privado se esfuerza día a día para salir adelante.
El problema, sin embargo, reside en que la burbuja del sector público permanece prácticamente intacta. El nivel de gasto real per cápita se mantiene en niveles previos al estallido de la crisis, con una estructura sobredimensionada y un funcionamiento ineficiente, cuyo elevado coste descansa sobre los hombros del sufrido contribuyente. El esfuerzo fiscal que realizan las empresas y familias españolas para sostener semejante factura es, simplemente, ingente, tras las numerosas y lesivas subidas de impuestos que aprobaron PSOE, primero, y PP, después, durante la crisis. Cabe destacar la especial saña de Montoro que ya prepara nuevas subidas para 2018.
A ello su suma un peligroso déficit público y una deuda próxima al 100% del PIB que, en caso de que vuelvan a surgir turbulencias financieras a nivel internacional, dejan escaso margen de maniobra. No en vano, España es el país con mayor descuadre fiscal de la zona euro, el único que todavía incumple los límites presupuestarios que marca la UE, a pesar de haber sufrido una burbuja crediticia muy similar a la de otros países europeos, como es el caso de Irlanda, los bálticos e incluso Grecia. Y lo peor de todo es que ningún partido del arco parlamentario aboga por llevar a cabo una profunda reforma del Estado con el fin de racionalizar el gasto, mejorar su funcionamiento y reducir de forma sustancial los impuestos. Mientras España siga contando con la actual losa administrativa y fiscal, la recuperación correrá el peligro de truncarse de una u otra forma.