"Es como si los socialistas nos acusasen de no querer que la gente comiese, simplemente porque no queramos que el Estado se dedique a la producción de cereales" (Frédéric Bastiat).
Que el Estado debe ocuparse de la educación y de la sanidad es hoy una afirmación fuera de toda duda, forma parte de los grandes dogmas de la sociedad contemporánea que no admiten discusión. Ningún partido que tenga la más mínima aspiración puede cuestionar el carácter público, gratuito y universal de la educación y la sanidad; no sólo eso, sino que además éstas deben ser prestadas directamente por el Estado, pues no se admite que haya nadie que –al margen de los propios funcionarios– se lucre con esos servicios públicos esenciales. Gracias –dicen– a la asunción por parte del Estado de esos dos servicios básicos, nadie queda sin acceso a los mismos. De otra manera sólo los ricos podrían recibir una educación y una atención sanitaria de calidad. Así, esos dos servicios públicos son considerados los pilares fundamentales del sacrosanto Estado del Bienestar. Oponerse al dogma es arriesgarse a que a uno le llamen insensible o insolidario.
No vamos a negar que la educación y la sanidad sean fundamentales para los seres humanos, pero hay otra multitud de bienes que son vitales y que, sin embargo, no son prestados por el Estado. Nos estamos refiriendo a la alimentación y el abrigo, dos de las necesidades primarias del ser humano que, sin embargo, no tienen la consideración de servicios públicos, aunque sí lo tuvieron en determinado tiempo y lugar, con resultados por todos conocidos: escasez, desabastecimiento y cartillas de racionamiento.
La alimentación y el abrigo son necesidades humanas que atañen a la supervivencia y, por lo tanto, son las que primero deben ser cubiertas. De hecho, la provisión de los mismos ocupó la mayor parte del tiempo de trabajo de los humanos durante milenios y hasta hace sólo un par de cientos de años. Sin embargo, dichas necesidades vitales no son provistas por el Estado, sino por empresas en abierta competencia. Gracias a que no son proporcionadas por el Estado, el libre juego del mercado ha hecho que las empresas hayan sido capaces de proporcionarnos productos de primera necesidad a precios accesibles a todos y con una variedad de calidades y de surtidos inimaginable.
La acción del mercado ha conseguido reducir enormemente el porcentaje de renta que destinamos a ropa y alimentación. Como nos explica Cervantes en El Quijote: "Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda". Es decir, de dedicar en el siglo XVI el 75% de los ingresos a alimentarnos, hemos pasado en 2016 a destinar a esos mismos fines sólo el 14,6%. Y eso teniendo en cuenta que, a día de hoy, gran parte de la renta dedicada a alimentación incluye productos en una cantidad, variedad y calidad jamás imaginada por el pobre Sancho Panza. Es más, el progreso en la generación de alimentos ha logrado que en el mundo haya más personas con problemas de sobrepeso (un 33%) que pasando hambre (un 11%).
Pues bien, de la misma manera que el mercado, la iniciativa empresarial y la innovación han conseguido alimentar y vestir a la humanidad (imponiéndose además a los agoreros malthusonianos) sin necesidad de la intervención estatal, ¿qué nos hace pensar que ese mismo mercado no sería capaz de ofrecer educación y sanidad accesibles a todo el mundo? Del mismo modo que los productores de alimentos han conseguido aumentar la producción, abaratado costes y ofrecido infinitas gamas de productos y calidades, ¿qué o quién impide que ese mismo proceso tenga lugar en los campos de la educación y la sanidad? Pues, básicamente, quien lo impide es el propio Estado, a través de su provisión de dichos servicios en situación de cuasi monopolio, estableciendo absurdas barreras de entrada, imponiendo rigidices, homogenizaciones y cargas burocráticas innecesarias.
Parafraseando a Frédéric Bastiat, que no queramos que el Estado se dedique proporcionar sanidad y educación no quiere decir que no queramos que la gente sea curada y formada, sino que pensamos que esas necesidades son mejor cubiertas por el mercado.