Es una de esas metáforas que les encanta a todos los políticos, de todos los partidos, de cualquier ideología. Y es que suena bien. Lo llaman "pacto intergeneracional". Aunque nadie firma nada, la lógica que nos venden es la de un contrato: los trabajadores de 2017 pagan las pensiones de los actuales jubilados y a cambio devengan un derecho a que a ellos también les abonen las prestaciones cuando les correspondan.
Hasta ahora, de hecho, todo parecía ir bien. Aunque se oculte en el discurso políticamente correcto, la Seguridad Social ha sufrido varias quiebras parciales a lo largo de su historia: si entendemos por quiebra no la desaparición del organismo, sino el incumplimiento parcial de sus promesas de pago (endureciendo los requisitos de acceso, cambiando las normas para el cálculo de las prestaciones, rebajando la revalorización anual…). Pero incluso así, es evidente que el sistema goza de una gran aceptación entre la mayoría de la población (los críticos son/somos una minoría), entre otras cosas porque hasta ahora ha servido para pagar unas pensiones razonables a los jubilados españoles (aunque también habrá quien diga que si hubieran dedicado esos fondos a su propio ahorro habrían obtenido más).
Hasta ahora…
En los últimos años, se multiplican las voces de alarma sobre el sistema. Casi todos los expertos apuntan en la misma dirección: no hay reemplazo demográfico, por lo que las pensiones están condenadas a reducirse. Algunos creen que ese recorte será en términos absolutos (las prestaciones del futuro perderán poder adquisitivo respecto a las de 2017). Los más optimistas piensan que no, que como seremos mucho más ricos, se podrá mantener el poder adquisitivo y sólo caerán la tasa de sustitución (porcentaje entre el último salario cobrado y la primera pensión percibida) y la relación entre pensión media y salario medio de la economía.
El problema es que este recorte, aunque silencioso y a largo plazo, se hará notar. Y supondrá un cambio sustancial en los términos del famoso "contrato intergeneracional". De hecho, será una modificación tan sustancial de las condiciones que muchos se preguntarán si ese pacto que nunca firmaron sigue en pie. Como en todo contrato, cuando una de las partes siente que el otro no va a cumplir, se reducen mucho las posibilidades de que el primero mantenga también sus compromisos.
¿Rentabilidad?
Hace unos meses, en nuestro artículo sobre "la manta corta de las pensiones", citábamos este estudio de José Enrique Devesa Carpio e Inmaculada Domínguez Fabián, en el que se hacían los siguientes cálculos: de media, por cada euro que puso un cotizante que se jubilara antes de 2011, recibía luego una prestación de 1,44 (una rentabilidad razonable, aunque queda la duda de si hubiera hubiera podido obtener más ahorrando por su cuenta).
A partir de 2011, ese 1,44 va cayendo hacia 1.28 (tras la reforma de 2011). Nos encontramos ya con una rentabilidad mucho más ajustada. Cualquier fondo referenciado a un índice bursátil occidental (por ejemplo, el Ibex) y a 30-35 años habría obtenido rentabilidades muchísimo más elevadas. Pero es que si sigue la tendencia actual, en 2035-2040 la relación será 1-1 (al final es en lo que consisten las famosas cuentas nocionales de las que tanto se habla, sobre todo tras la exitosa reforma que se aprobó en Suecia a comienzos de los 90). Nadie aceptaría tener dinero en el banco 30-35 años y que al sacarlo le dieran la misma cantidad (incluso actualizada en términos de poder adquisitivo) que puso al inicio de su ahorro: pues ése es el futuro que espera a los trabajadores que se jubilarán de aquí a veinte años.
Esto es importante no sólo por los datos, que también, sino por la consideración general del sistema. Como decíamos al principio, la Seguridad Social tiene una gran aceptación (se podría decir que goza de gran legitimidad) porque sus resultados han sido bastante razonables. El pacto del que hablábamos, se cumplía. Pero las cifras nos dicen claramente que eso empieza a no estar tan claro.
Desde un punto de vista político, éste es un tema muy complicado. La tendencia de cualquier Gobierno siempre es la misma: en caso de duda, me decanto por los pensionistas actuales (que son votantes también del presente), aunque eso suponga un coste extra en el futuro (para entonces será otro el que tenga que manejar la situación). Así, lo poco que se ha hecho apunta en la misma dirección:
--- Por un lado, limitar las reformas que afectan a los pensionistas actuales y ocultar sus consecuencias más dolorosas lo máximo posible. De hecho, casi todas las medidas se diseñan para que comiencen a aplicarse y a tener resultados varios años después de su aprobación y siempre con la posibilidad de cambiar la disposición cuando empiece a surtir efectos. Por ejemplo: el factor de revalorización que sustituye al IPC. Se aprobó en 2013, durante tres ejercicios sirvió para ganar poder adquisitivo y ahora, que empuja en la dirección contraria, todos los partidos hablan ya de hacer algo para que los pensionistas no pierdan poder adquisitivo.
--- Por el otro, se intenta solucionar el descuadre del sistema cargando más peso (casi todo) en los trabajadores actuales. Ahora mismo, hay tres alternativas encima de la mesa. En primer lugar, subir las cotizaciones: primero eliminando los topes a las máximas y luego, incluso, se habla de subir el porcentaje que pagan todos los trabajadores y empresarios mes a mes.
En la misma línea apunta la medida propuesta de llevarse partidas de los presupuestos de la Seguridad Social a los de la Administración: es decir, pagar los gastos de administración y prestaciones como viudedad u orfandad con cargo a impuestos y no a cotizaciones.
Y lo mismo puede decirse de las propuestas sobre la creación de un impuesto finalista para pagar las pensiones. Al final, lo vistamos con unos ropajes u otros, todo apunta en la misma dirección: más costes para la fuerza productiva del presente.
La cuerda se tensa
La pregunta es hasta dónde se puede tensar la cuerda de los costes en el actual mercado laboral español antes de que se rompa. Y viendo las cifras la sensación es que no hay mucho margen. En España, para un salario bruto de 50.000 euros, el coste total asciende en realidad a los 63.000 euros contando las cotizaciones a cargo de la empresa y el neto que le queda al trabajador es de unos 34.000 euros. No es la diferencia (entre coste total y neto) más elevada de la UE, pero tampoco es de las más bajas. Sí, es cierto, hay países con impuestos al trabajo un poco más altos, pero tampoco parece que tengamos demasiado margen por aquí. Si nos comparamos con la OCDE, la brecha fiscal en lo que toca a los impuestos al trabajo está por encima de la media: en España, un sueldo medio paga en impuestos el 39,6% de su coste laboral (menos que el 55% de Bélgica, pero bastante más que el 22% de Suiza o el 27% de Irlanda).
Nunca se dice claramente porque es muy impopular, pero sólo hay que ver las propuestas sobre la mesa para intuir que los partidos españoles creen que todavía hay margen para subir esos impuestos-costes laborales. El problema es que esto tiene consecuencias: el factor trabajo en España se hace más caro y la competitividad de nuestras empresas se resiente. Y cuánto más suban las costes, ya sea de una forma u otra (tipos de cotización más alto, eliminación de topes, pago de prestaciones con nuevos impuestos…) más se acentuarán esas dos tendencias.
Aquí se suma un problema adicional: porque ya no es que se desincentive a los que están, sino también a los que llegan y a los que se plantean irse. Si hay algo en lo que coinciden todos los expertos es en que para mantener las pensiones hay que sumar (y mucho) en el mercado laboral. Desde los pesimistas (que creen que el sistema está condenado), a los optimistas (que apuestan por un cambio radical e inesperado en las tendencias demográficas), lo único en lo que se ponen de acuerdo es en que España necesita muchos millones de nuevos trabajadores.
El siguiente gráfico está sacado del informe del FMI sobre las pensiones que comentábamos la semana pasada. Recoge las proyecciones del INE para el período 2016-2065. Como puede observarse, la apuesta del instituto apunta a una caída de cinco millones en la población, fundamentalmente porque habrá más muertes que nacimientos. Según este pronóstico, el factor exterior apenas aportaría 3 millones de entradas netas, insuficiente para cuadrar las cuentas del sistema. De hecho, el propio FMI en su informe se muestra más optimista y habla de 5 millones de entradas netas (y asume que en todos los casos hablamos de personas en edad de trabajar). Pues bien, ni siquiera ese supuesto más optimista es suficiente para mantener la relación pensiones/salarios, que se desplomaría un 30% a mediados de siglo.
En este sentido, sólo la AIReF ha planteado un escenario de relativo optimismo respecto al sistema de la Seguridad Social (con un estancamiento o sólo ligera caída de la ratio pensión media / salario medio), pero con un condicionante: que la población en España pase a 55 millones a mitad de siglo: o lo que es lo mismo, que lleguen diez millones de nuevos trabajadores en términos netos.
Pero atraer diez millones de personas no es fácil. Tampoco que todos ellos entren directamente al mercado laboral. Y menos aún si lo que se busca es trabajo cualificado, con buenos sueldos y elevadas cotizaciones. Aquí es donde entra en la ecuación todo lo apuntado anteriormente respecto al coste laboral, la competitividad, los incentivos o el pacto intergeneracional. Si todo el coste de las reformas recae en los mismos -trabajadores de mediana edad que serán pensionistas a partir de 2040- y además la promesa que se les hace a estos mismos cotizantes es cada vez más incierta: los incentivos apuntan en una dirección muy peligrosa.
Un informe de la Fundación Edad&Vida realizado en 2014 advertía de que apenas 1 de cada 4 españoles confiaba en que el importe que cobrarían de su pensión pública sería suficiente para cubrir sus necesidades; y el porcentaje era todavía más reducido en los más jóvenes. De hecho, el 21% de los encuestados de 18 a 35 años creía que no cobraría nada del sistema público. Es muy complicado que esa previsión tan pesimista se cumpla. La Seguridad Social podría ir bajando las prestaciones, pero siempre habrá fondos de las cotizaciones para pagar algo (más o menos, eso es discutible). Por eso es tan llamativo que las perspectivas de los jóvenes sean tan negras... Llamativo y preocupante, porque alguien que piensa que no recibirá nada, también puede ser alguien que decida dejar de contribuir.
Los riesgos
Ningún político quiere hablar de esto, pero el riesgo está ahí y puede adquirir diversos rostros. Desde un incremento del trabajo por cuenta propia (al menos mientras los autónomos puedan pagar cotizaciones algo más bajas) al incremento del empleo sumergido (o disfrazado bajo alguna forma que permita reducir la factura con Hacienda) a la salida del país de parte del personal más cualificado. Vivimos en un mundo con fronteras cada día más fáciles de cruzar para el empleo de nivel medio-alto y las nuevas generaciones tienen unas expectativas de vida, experiencias previas en el extranjero y conocimientos de idiomas que les permitirían imaginarse opciones que quizás sus padres no barajaban.
En ocasiones se plantea esto en términos de egoísmo/altruismo. Algo así como: "Los jóvenes no dejarán tirados a sus padres y seguirán pagando las cotizaciones que les toquen". Es un error, porque cada trabajador hace un cálculo diferente. No es que un joven de Málaga que se va a trabajar a Dinamarca porque tiene una oferta laboral atractiva piense: "Me voy de España para no pagar impuestos y si quiebra la Seguridad Social, que se fastidien". Nadie se lo plantea en esos términos. Lo que ve ese chico es que tal empresa líder en su sector le ofrece un trabajo atractivo que en España no existe y que por cada 100 euros netos que recibe aquí, en otro país a su cuenta bancaria le llegan 120... y además, de cara a su futuro, la posición financiera de la Seguridad Social danesa (una mezcla de sistema de público asistencial y de ahorro privado obligatorio) es mucho más fiable que la española.
El problema es que si se generaliza esa idea, unos cientos de miles de trabajadores menos pueden parecer pocos, pero pueden hacer un boquete en el presupuesto muy importante. Sobre todo si, como es más probable, son los más cualificados los que se marchan. Ése es el riesgo que parece estar fuera del debate político y que apenas se pone encima de la mesa cuando se plantean las reformas de pensiones y se van cargando, de poco en poco y por la puerta de atrás, más costes sobre las espaldas de los trabajadores actuales.
Si uno quiere que el sistema público sobreviva (o que los recortes sean los mínimos) parece lógico pensar que el primer paso es hacer un mercado de trabajo atractivo y plantear unas condiciones que los trabajadores de todas las edades entiendan como más o menos justas.
¿Cómo sería un pacto intergeneracional de verdad? Empezaría por explicar la realidad tal cual es, lo que incluye aceptar las limitaciones del sistema. Plantear un reparto entre generaciones equilibrado. Aprobar reformas laborales que permitan aumentos de productividad y un funcionamiento del mercado laboral más eficiente (por ejemplo, la tan traída y llevada mochila austriaca podría servir tanto para reformar las relaciones laborales como para incrementar sin un coste extra el ahorro para la jubilación). Replicar las reformas y modelos más exitosos de los países de nuestro entorno; por ejemplo, Suecia, Holanda, Dinamarca (todos ellos con elementos de ahorro privado impulsados desde el poder público). Se habla mucho del Pacto de Toledo y de lo que pueda salir de la Comisión del Congreso, pero nada de esto parece estar ahora mismo sobre la mesa.