El fundador de la Lliga Regionalista, Francesc Cambó i Battle, dejó escrito en sus memorias que "los catalanes hemos sido siempre muy hábiles manejando los aranceles y defendiendo nuestros intereses. A veces, hasta las defensas que hemos impulsado han sido exageradas y, por tanto, perjudiciales e injustas". Este pasaje, firmado en los años 30, vuelve a cobrar relevancia en pleno siglo XXI. En pleno debate sobre los lazos comerciales de Cataluña con el resto de España y con los demás países miembros de la Unión Europea, José Manuel García-Margallo ha rescatado las palabras de Cambó para encabezar uno de los capítulos de su libro Por una convivencia democrática, publicado por Deusto.
Según el exministro de Exteriores, "a lo largo del siglo XIX, el debate sobre el arancel y las disputas entre librecambistas y proteccionistas son una constante. La historia arancelaria de la España moderna arranca en 1820. Los librecambistas defendían en último extremo al consumidor, pero frente a ellos se erigió el proteccionismo liderado por los industriales catalanes, que querían favorecer la producción autóctona frente a la competencia exterior". El historiador Joan-Lluís Marfany García ha definido aquel empeño de "la burguesía catalana" como un reflejo más de "la aspiración de crear un mercado interior cautivo, cerrado al libre comercio y servido exclusivamente por la industria catalana". Esa aspiración se tradujo en una política arancelaria consagrada a servir los objetivos de las élites proteccionistas de Cataluña.
De hecho, la aparición del catalanismo político a lo largo del siglo XIX guarda una estrecha relación con los intentos del gobierno nacional de aminorar los privilegios de los industriales de la región mediterránea. Como recuerda Jesús Laínz, todo un especialista en el estudio del proteccionismo catalán, "ya en la década de 1840, la reforma arancelaria librecambista provoca la ira de los proteccionistas industriales catalanes". De acuerdo con el economista Joaquín María Sanromá, promotor de la reforma, sus paisanos del "hilado y el tejido" estaban "gimoteando siempre; siempre tan desatendidos, tan melancólicos… Condición eterna de aquellas gentes: hacer la fortuna a pucheritos". Algo similar lamentaba Pío Pita, ministro de Hacienda, que lamentaba "la gran influencia que tienen los fabricantes catalanes en el gobierno de España para sostener un sistema prohibitivo y de monopolio que tan enormes ganancias les produce a costa de toda la nación".
Pasado el tiempo, en 1885, el acuerdo comercial que suscriben España y Gran Bretaña vuelve a levantar una enorme polvareda entre las élites industriales catalanas. De hecho, este pacto librecambista fue una de las principales quejas recogidas por el Memorial de Agravios que recopiló Valentí Almirall. Como explicó el hacendista Laureano Figuerola, "lo mismo que hace cuarenta años, mis paisanos presentan los mismos argumentos y amenazas para sacrificar el interés general de la nación a sus intereses particulares. La razón no está de parte de mis paisanos, pues buscan la acumulación de millones en sus bolsillos sacándolos de los bolsillos de los demás españoles". Por aquel entonces, diputados de distinto signo se unían en la denuncia de los privilegios otorgados a Cataluña. El liberal Luis Felipe Aguilera criticaba "los egoístas intereses particulares de ciertos industriales de Cataluña", mientras que el republicano Manuel Pedregal denunciaba el golpe que suponían estas medidas proteccionistas para otras regiones como Galicia, Asturias o Valencia".
Para entender mejor el impacto que tenían los privilegios concedidos a Cataluña en el conjunto de la economía nacional, merece la pena establecer una comparativa con Galicia. A finales del siglo XVIII, la comunidad atlántica tenía más población que Cataluña (1,3 millones de gallegos frente a 800.000 catalanes) y la mayoría de los pensadores ilustrados hablaba del Noroeste español como ejemplo de desarrollo económico. Luis Ventoso ha explicado que "la población de Galicia se había duplicado entre los siglos XVI y XVIII, con una agricultura autosuficiente y una industria primaria y popular, a la que se sumaban la minería, las exportaciones ganaderas, el comercio de sus puertos… Pero Galicia entra en crisis en el siglo XIX y, hasta la década de 1970, pierde un millón y medio de habitantes que huyen de la miseria. Las decisiones políticas voltearon la situación. Al apostar por la industria del algodón del Mediterráneo, que recibió la protección reiterada del gobierno de España mediante la imposición de aranceles, la mayor empresa de Galicia quedaba arruinada. Además, los nuevos sistemas fiscales obligan a pagar en líquido en vez de en especie, perjudicando a regiones con pujanza agrícola y ganadera, como era Galicia".
La literatura europea reflejó los desequilibrios que se derivaban de ese trato privilegiado. Stendhal escribe en 1839 su Diario de un turista, en el que apunta que "los catalanes quieren leyes justas, a excepción de la ley de aduana, que debe ser hecha a su medida. Quieren que cada español que necesite algodón pague cuatro francos la vara, en vez de pagar un franco la vara por paños ingleses". Pero al agravio de la política comercial que privilegiaba a las industrias catalanas hay que sumarle también el impacto de los planes de desarrollo impulsados por el gobierno nacional. Pensemos, por ejemplo, en el ferrocarril. La primera línea de España fue la que unió Barcelona con Mataró en 1848. Galicia tuvo que esperar hasta 1885, ¡casi cuatro décadas después!
Pero aquella política de privilegios no solo no se vino abajo con el tiempo, sino que se mantuvo en pie hasta la segunda mitad del siglo XX. En 1882 se aprueba la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas, que blindaba al textil catalán de la competencia extranjera, a la que imponía notables tasas de importación. En 1890, la importación extranjera en el sector textil queda del todo prohibida, consolidando el cuasi-monopolio catalán. Llegarán nuevas normas preferencias en las décadas siguientes, con independencia del régimen: Restauración, Primo de Rivera, II República, Franquismo… Como muestra, un botón: en 1943, la dictadura otorga a Barcelona y Valencia el monopolio de la celebración de ferias de muestras internacionales. La norma no desaparece hasta 1979, abriendo la puerta a la competencia que hoy ejercen recintos como el madrileño IFEMA.
Es el Plan de Estabilización de 1959 el que empieza a romper el mercado cautivo que tantos réditos brindó a la economía catalana. Por aquel entonces, Ángel de la Fuente estima el PIB catalán en 28.600 millones, lo que equivale al 18-19% de la economía nacional. Con la transición a la economía de mercado, el dirigismo empieza a quedar atrás y Cataluña se ve obligada a competir con las demás comunidades autónomas y con el resto de Europa. La entrada en la Comunidad Económica Europea, sellada en los años 80, confirma el giro capitalista de la economía española. Ese año, el grado de apertura (es decir, la suma de importaciones y exportaciones) apenas alcanzaba el 43,5% del PIB, frente a una media europea del 61,6%. Ese diferencial se ha ido reduciendo conforme España ha acelerado su convergencia con Europa.
Inicialmente, la liberalización beneficia a las regiones más ricas, de modo que Cataluña sale bien parada inicialmente. Sin embargo, los datos de Ángel de la Fuente muestran que, comparando 1959 con 2015, el peso de Cataluña sobre el PIB nacional se ha mantenido constante, en niveles del 18-19%. Esto vendría a desmontar el relato según el cual el dinamismo económico de la región es superior al del resto de España. En realidad, desde que la economía española ha abrazado el capitalismo, Cataluña ha sido incapaz de aumentar su peso sobre el PIB nacional. Y esa incapacidad ocurre pese a que, en materia de inversión pública, algunos de los proyectos más visibles de las últimas décadas han sido desarrollados en la región mediterránea: conexión ferroviaria de alta velocidad, Juegos Olímpicos de 1992, etc. De hecho, entre 2006 y 2015, el gobierno de España ha financiado infraestructuras por más de 50.000 millones en Cataluña.
La perspectiva comercial de una Cataluña independiente
Para García-Margallo, "conforme se abre el mercado español a la competencia exterior, vemos una paradoja: el siglo de proteccionismo ha sido tan intenso que los lazos comerciales entre Cataluña y el resto de España siguen siendo absolutamente vitales para los productos catalanes. Las ventas al resto de España siguen siendo más importantes que las ventas internas o las dirigidas al extranjero. Por tanto, una caída del comercio con España sería devastadora para la economía de Cataluña".
Los estudios que ha publicado Convivencia Cívica Catalana (CCC) ponen cifras concretas a la realidad comercial de la Cataluña actual. Tomando los datos oficiales del propio gobierno catalán, encontramos que las ventas de las empresas de la región al resto de España suponen anualmente 54.494 millones de euros. Esto equivalente a 7.200 euros por catalán y año. En términos de empleo, uno de cada cuatro puestos de trabajo depende de forma directa de las ventas al resto de España. De modo que, como no podía ser de otra forma, la larga herencia del proteccionismo ha asegurado un fuerte vínculo entre Cataluña y el resto del mercado español, a pesar del shock competitivo que supuso la entrada en el mercado único europeo.
Pero, ¿qué impacto tendría la secesión en las ventas de Cataluña al resto de España? Credit Suisse lo estudió en 2012, precisamente coincidiendo con el arranque del llamado "proceso independentista". El informe de la entidad se basa en casos de secesión homologarles, como la separación de Chequia y Eslovaquia o la división de Eslovenia y Croacia. En dichos episodios, el comercio bilateral se hundió entre un 33% y un 66%. En "Por una convivencia democrática" se hace una estimación intermedia, que toma como referencia un descenso del 40% en las ventas al resto de España. El golpe a la economía catalana acarrearía un descenso del PIB estimado en el entorno del 10%.
¿Y qué hay de las ventas al extranjero? El 65% de las exportaciones (unos 41.493 millones de euros) se destinan a la Unión Europea. Desde Bruselas, la Comisión, el Consejo y el Parlamento ya han aclarado que la secesión implicaría la salida de las instituciones comunitarias, dejando a Cataluña como un tercer Estado al que ya no aplicarían las normas y los acuerdos ligados a la pertenencia a la UE. Esto supondría la introducción de distintas barreras proteccionistas que irían en detrimento de las exportaciones catalanas.
Mikel Buesa estima en un 5,7% el golpe medio ligado a la aplicación de la Tarifa Exterior Común. A esto hay que sumarle otros costes que la OCDE calcula en el entorno del 13%, incluyéndose aquí los trámites de aduana, los seguros, la cobertura por tipo de cambio… de modo que el encarecimiento del precio de las exportaciones sería del 20%. En total, según expertos en la materia como el propio Buesa o José Luis Feito, el PIB se reduciría otro 5%.