En el siglo XIX español ciertos motines especialmente híspidos se alzaban al grito de "¡Abajo la alcabala!". Se trataba de un impuesto al trasiego de víveres en una sociedad al borde de la indigencia para las clases populares. Era una exacción sumamente injusta, pues repercutía sobre todo en los que hoy llamamos "consumidores", entonces ahogados por los usureros. Hoy no existe nada de eso, claro está. Pero el tumulto de la alcabala bien podría anticipar otro paralelo, un levantamiento popular al grito de "¡Abajo el IBI!".
Los impuestos actuales se disfrazan arteramente con acrónimos para pasar inadvertidos. Así tenemos, por ejemplo, el IBI o impuesto sobre los bienes inmuebles. En tiempos de Maricastaña habría pasado por progresista, pues eran muy pocos los propietarios de casas y tierras. Pero hoy ocho de cada diez hogares españoles tienen escriturada su vivienda, aunque muchos no la hayan terminado de pagar. Así pues, el infausto IBI recae sobre la gran masa de la población.
Se comprende la lógica de que el Fisco cobre una especie de comisión cada vez que hacemos una transacción económica, pues representa un beneficio. Eso es el IVA. Pero el IBI es un tributo ominoso. Se paga no por el beneficio que supone adquirir una vivienda, sino por el simple hecho cotidiano de habitarla. Es decir, se trata de un pago obligatorio por utilizar un bien propio. No quiero dar ideas, pero es como si el Fisco nos cobrara un gravamen por ponernos la ropa o por utilizar el ordenador o la bicicleta. Bien mirado, el IBI viene a ser una suerte de alquiler que nos cobra el excelentísimo Ayuntamiento por vivir en nuestra casa. Al tratarse de un impuesto perpetuo, la consecuencia es que, con el correr de los años, todos nos vamos empobreciendo un poco. Sin darnos cuenta, el IBI se va comiendo nuestros ahorros, esto es, el fruto del trabajo de años. En otros términos, el desgraciado IBI acaba siendo una lenta confiscación de nuestros bienes. Para muchas familias, sus bienes se reducen a la vivienda, lo que hay en ella y poco más. Al cabo del tiempo, el infausto IBI cae sobre España (ahora dicen "el conjunto del Estado") como el equivalente de una gigantesca nacionalización económica. Las desamortizaciones del siglo XIX son macanas comparadas con esta tropelía del IBI.
Hay más formas confiscatorias en nuestro sistema fiscal, pero quédense de momento en el tintero (ahora dicen "disco duro"). Téngase en cuenta que criticar al Fisco equivale a la desgracia de hacerse sospechoso de judaizante, protestante o brujería en la España de los mal llamados "siglos de oro". La actual Agencia Tributaria, por su eficiencia, es el equivalente hodierno del Tribunal del Santo Oficio (Inquisición). Curiosamente, ambos organismos premian la delación.
Lo más curioso de todo es que, con las libertades de que hoy disfrutamos, no se haya planteado todavía una protesta nacional en toda regla contra el IBI. Bien es verdad que parece difícil explicar la ausencia de un hecho. En este caso la causa estaría en la extensión de una mentalidad fatalista y sumisa por parte del cobarde pueblo español (que ahora dicen "ciudadanía").