Mucho se ha hablado en los últimos meses acerca del impacto económico que tendría una supuesta secesión de Cataluña, pese a que ésta resultaría imposible por ser ilegítima, ilegal e inconstitucional, sin reparar apenas en el hecho de que el proceso rupturista que iniciaron los nacionalistas catalanes en 2012 ya se está cobrando una elevada factura, tanto a nivel nacional como, sobre todo, regional.
Bastan tres indicadores para evidenciarlo. El primero está relacionado con la constante e intensa fuga de empresas que ha sufrido Cataluña a lo largo de los últimos años. En la última década, la economía catalana ha perdido cerca de 2.600 compañías en términos netos como consecuencia del traslado de sus sedes societarias a otras regiones más proclives y acogedoras para el desarrollo de sus negocios. Parte de esta huida se produjo a raíz del estallido de la crisis y las nefastas políticas fiscales y económicas que puso en marcha la Generalidad durante los años de recesión, pero la otra se explica, única y exclusivamente, por el asfixiante e inestable clima que han generado los secesionistas. No en vano, a pesar de la recuperación económica y de que Cataluña se mantiene como una de las autonomías más ricas del país, su éxodo no solo no ha cesado, sino que sigue liderando la marcha de empresas a nivel nacional. Y no podemos olvidar que una menor estructura productiva se traduce en menor capacidad para generar riqueza y empleo.
El segundo indicador es la manifiesta insolvencia de la Generalidad. La deuda pública catalana está calificada como bono basura por las agencias de rating debido a su alto riesgo de impago. En lugar de gestionar con diligencia y eficacia las cuentas públicas, los nacionalistas optaron por seguir despilfarrando el dinero a espuertas, acumulando como resultado una elevada deuda y un abultado déficit con el objetivo de alimentar su falso y maniqueo discurso victimista en contra de España. Las numerosas e históricas subidas de impuestos que han sufrido los catalanes, la deficiente provisión de servicios públicos y la vergonzosa situación de quiebra financiera que presenta la Generalidad no es culpa del Gobierno central ni del resto de españoles, sino de los pésimos e irresponsables políticos que han votado los catalanes durante este bochornoso periplo.
Y relacionado con lo anterior, cabe recordar que fue el Estado el que acudió al rescate de las cuentas públicas de Cataluña para evitar el impago de su deuda -bonos patrióticos inclusive- y los drásticos recortes de gasto que tendría que haber aplicado la Generalidad en ausencia de dicho auxilio financiero. El volumen de liquidez inyectado a Cataluña asciende a un total de 75.433 millones de euros, incluyendo el rescate de sus cajas de ahorros, la cantidad más alta de todas las CCAA. El proceso separatista, por tanto, también es responsable del gran desembolso que han llevado a cabo los contribuyentes españoles.
Y todo ello, sin tener en cuenta el impacto invisible, que es, quizás, el más oneroso. La enorme incertidumbre jurídica que ha generado esta deriva se ha traducido, igualmente, en la paralización de inversiones y la pérdida de un gran número de oportunidades de negocio, cuyo impacto es imposible calcular. Sin embargo, en este caso, el responsable de dicha inseguridad jurídica no son tanto los nacionalistas catalanes como el Gobierno del PP. En un país serio, donde rige el imperio de la ley, las dudas acerca del cumplimiento de las normas serían inexistentes, a diferencia de lo que sucede en España, donde lo extraño y noticiable es que se cumpla y se haga cumplir la ley hasta las últimas consecuencias. La seguridad jurídica se tambalea, y con razón, porque se cuestiona la voluntad y la convicción del Gobierno a la hora de imponer la legislación vigente.