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Macron está a un paso de enterrar el 'Code du travail', la bestia negra de las empresas galas

La reforma laboral de Macron demostrará si el cambio que prometió tiene fundamento.

Emmanuel Macron es la gran esperanza blanca del liberalismo francés y, según muchos, del proyecto europeo. El flamante presidente de la República, elegido en mayo tras una frenética campaña que por momentos parecía a merced de la islamófoba y autárquica Marine Le Pen, se declara abiertamente partidario de la reforma, del mercado y de la integración europea, una retórica a contracorriente del proteccionismo reinante.

Macron venció, además, sin apoyarse en ninguna infraestructura de partidos tradicionales, ni la derecha paternalista de Charles de Gaulle ni el socialismo de champán de Mitterrand. Por eso muchos liberales recibieron con euforia su victoria y afirman que, por fin, la estancada economía gala obtendrá un chute de reformas pro-mercado. Al no estar atado ni a sindicatos ni a intereses empresariales, se supone que Macron lo tendrá más fácil para volar los muros de protección que, año tras año, el Estado francés ha erigido alrededor de ciertos asalariados y grandes industrias.

El anquilosamiento económico que éstos han producido no es ninguna novedad. El PIB de Francia experimenta desde hace lustros un crecimiento tenue, con una media del 1,6% anual desde 1990 frente al 2% de la UE y al 2,1% de España. El desempleo rara vez ha bajado del 8% desde hace 35 años, lo cual es síntoma de un problema de paro estructural resultado de mala legislación.

Pese a tener la tasa de natalidad más alta de Europa (se estima que será uno de los pocos países de la UE que no perderá población en los próximos 50 años), así como electricidad abundante y fiable gracias a sus numerosas centrales nucleares y una infraestructura que incluso el quisquilloso jefe de Ryanair, Michael O’Leary, ha alabado, Francia no logra despegar.

Este estancamiento obedece a muchos factores: un gasto público del 57% del PIB, superado sólo por Finlandia entre los países de la OCDE; chovinismo institucional que ahuyenta la inversión foránea; reticencia a autorizar el uso de nuevas tecnologías como Uber y los alimentos modificados genéticamente; y una administración profundamente centralizada que impide la competencia entre regiones y la adaptación de la política económica a las condiciones de cada lugar.

Pero ninguna causa sobresale más que la onerosa regulación laboral, el infame Code du travail. Se trata de un documento de más de 1.600 páginas y 10.000 artículos que gobierna ingentes aspectos de la contratación, horas de trabajo, indemnizaciones por despido, negociación colectiva, salarios mínimos, así como cientos de pormenores sobre las condiciones laborales de los empleados de empresas privadas de todos los tamaños. Los 5,2 millones de funcionarios -el mayor número de empleados públicos del continente- están sujetos a un régimen especial y, en general, aún más generoso.

El Code du travail se ha convertido en la bestia negra de las empresas galas, tanto por su extensión -que casi se ha duplicado desde 1990- como por la rigidez de las medidas que contiene, tales como el cuarto salario mínimo más alto de Europa -por debajo sólo de países bastante más ricos- y la semana laboral de 35 horas. Ésta última, introducida a fines de los años 90, se fundamenta en el absurdo supuesto de que menos horas trabajadas redundarían en más empleados con igual remuneración, ignorando que la productividad no es lineal y que los costes fijos de contratación son altos. Los políticos tienden a olvidarse de que es la alta productividad y la riqueza asociada la que nos ha permitido trabajar menos horas a lo largo de los años, y no al revés.

La reforma Macron

Macron se ha propuesto reformar la ley del trabajo para dar mayor flexibilidad y certidumbre a los empleadores y de esa forma intentar fomentar la contratación. Su proyecto de ley contempla, entre otras cosas, trasladar la negociación colectiva al nivel de la empresa en un mayor número de ámbitos; permitir que los delegados de los trabajadores en pymes sean independientes de los grandes sindicatos; poner techo a las indemnizaciones por despido (actualmente la media se sitúa en 24.000€); y fusionar los diversos comités sindicales para reducir la burocracia interna de las empresas. No es Margaret Thatcher, pero sí se trata de reformas de calado que son la norma en la mayoría de países prósperos.

El proyecto se aprobará en consejo de ministros el 22 de septiembre y, por tanto, ha de entrar en vigor a final de mes. Más tarde se debatirá en el Parlamento francés, un trámite necesario para que tenga rango de ley. Una ventaja del sistema presidencialista galo en este caso es que, incluso si la Asamblea Nacional rechazara la reforma, ésta podría prevalecer, aunque sería más vulnerable a ser impugnada judicialmente en tal supuesto.

De cualquier modo, no está asegurado que Macron consiga finalmente salirse con la suya. Un gran número de sindicatos, así como el líder izquierdista -y simpatizante acérrimo del chavismo- Jean-Luc Mélenchon ya han anunciado movilizaciones en respuesta a la ley. Es importante recordar que en Francia las centrales sindicales aún gozan de una fuerza numérica y un apoyo social muy fuerte. Fueron las manifestaciones callejeras las que forzaron al gabinete de Hollande, el predecesor de Macron, a quien éste sirvió como ministro de economía, a diluir su propia reforma laboral en 2016. El espíritu reformista de Nicolas Sarkozy y, antes que éste, de Jacques Chirac también se esfumó con las presiones de los sindicatos.

No en vano la historia económica gala desde 1945 tiende a dividirse en dos períodos: los "treinta años gloriosos", de alto crecimiento y reconstrucción económica a nivel nacional y europeo, seguidos de la crise a partir de 1975. Alguien debería explicarles a los franceses que cuando una crisis dura 40 años, ya no es crisis sino el estado normal de las cosas. Ojalá Macron logre cumplir su palabra y ponerle remedio.

Diego Zuluaga es economista e investigador del Institute of Economic Affairs de Londres.

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