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EDITORIAL

Otra decisión funcionarial

La Administración necesita una reforma en profundidad que comience en las pruebas de acceso y termine en el diseño de puestos y remuneraciones.

El Gobierno ha cerrado esta semana lo que los principales sindicatos de funcionarios han calificado como un "acuerdo histórico", tras el que se pondrá en marcha la mayor oferta de empleo público para la Administración Central de la historia. Se trata de 20.352 nuevas plazas: 10.606 en convocatoria ordinaria, 4.246 en convocatoria extraordinaria y 5.500 de promoción interna. Es una noticia que se une al anuncio que hace unos meses hacía el Ministerio de Hacienda y Función Pública sobre la conversión de más de 265.000 interinos en funcionarios de aquí a 2020 y a las promesas de importantes subidas de sueldo a los funcionarios a partir de 2018.

Para los buenos funcionarios, las tres serán buenas noticias: mejores salarios que les incentiven a quedarse en la Administración, compañeros interinos que adquieren plaza propia y ampliación de plantillas en algunos departamentos con carencias (quizás el más necesitado sea Justicia), en los que hace tiempo que la asistencia que se presta al ciudadano está al límite de lo que debe exigirse en un país desarrollado. Sin embargo, los demás contribuyentes –es decir, la inmensa mayoría– no pueden estar tan contentos: serán ellos los que paguen las promesas de Rajoy, Montoro y Sáenz de Santamaría, sin que esté claro que vaya a redundar en una mejora de los servicios recibidos.

Se dirá que el número de trabajadores del sector público es inferior al de la mayoría de los países de la UE. Pero no se contará que sus remuneraciones también son superiores a la media. Según las estadísticas oficiales de la OCDE, si se mide en términos relativos, es decir, de acuerdo a la riqueza per cápita y a los sueldos del sector privado, España es el segundo país que mejor paga a sus funcionarios, tras Luxemburgo. De hecho, en gasto total en empleo público sobre el PIB, España está en la media de la UE y por encima de países como Alemania, Reino Unido, Italia o Irlanda.

Pero ni una cifra (la del número total de empleados públicos) ni la otra (sus sueldos) son en realidad lo más importante, aunque la discusión acabe girando siempre en torno a ellas. Aquí también las estadísticas pueden ocultar más información de la que aportan a primera vista. Lo importante no es quién paga (si es la Administración o una empresa en teoría privada), sino el régimen del trabajador, la organización de la entidad que lo emplea y la capacidad del ciudadano para obtener el servicio que demanda (y para que cambie esa situación si no lo logra).

Porque, ¿quién es más funcionario, el trabajador de una empresa pública española en teoría independiente de la Administración pero colocado a dedo por el partido político de turno, con un salario fuera de mercado y blindado contractualmente, o un empleado público sueco (sólo el 1% de ellos tiene estatus de funcionario), que no tiene su puesto de trabajo garantizado, cobra de una escala salarial en función de su rendimiento y debe responder de sus logros año a año? Pues bien, el primero muchas veces no aparecerá en las estadísticas sobre empleados públicos y el segundo lo hará siempre.

Habría mucho que discutir sobre la oportunidad de esta oferta si esos 20.000 nuevos puestos fueran del segundo tipo. ¿Son necesarios tantos? ¿No se puede mover a funcionarios de Administraciones con excedentes hacia otras en las que haya deficiencias? ¿Cuánto costará? Son muchas preguntas sin una respuesta clara, pero sería un debate interesante. Incluso en ámbitos liberales donde se abogue por una Administración más pequeña y menos intrusiva podría aceptarse que en ese proceso de modernización hubiera necesidades por cubrir con nuevos empleados.

El problema es que se sabe que estos 20.000 puestos serán simplemente más de lo mismo, incluyendo numerosos concursos en teoría abiertos en los que las condiciones de acceso (los famosos baremos y puntos) hacen casi imposible que alguien de fuera supere a los que ya están dentro de la Administración, sin que importe demasiado cómo consiguieron su puesto originalmente. La funcionarización de los interinos será un acto de justicia para muchos de ellos, que llevan años trabajando codo con codo con sus compañeros; pero también será una forma de consolidar el puesto en la Administración de otros que, en su día, entraron en la misma gracias a conexiones políticas o personales.

La Administración española necesita una reforma en profundidad que comience en las pruebas de acceso (pocas cosas hay más absurdas, desde un punto de vista económico, que meter a algunos de los mejores universitarios en una habitación a memorizar temas durante cinco, siete o diez años) y termine en el diseño de las remuneraciones (qué sentido tiene que casi el único mérito para ganar más o ascender sea la antigüedad). Hay que alejarla del poder político (por ejemplo, con ese estatuto del directivo de la función pública que nunca se aprueba) y acercarla al ciudadano (con trabajadores y departamentos a los que se les exige un desempeño y que son premiados y castigados en función de si logran o no sus objetivos).

En definitiva, hay que intentar que se parezca más a los mejores ejemplos del sector privado y se aleje de esa asfixiante burocracia kafkiana y decimonónica en la que el ciudadano de a pie se ve enredado en demasiadas ocasiones. Puede que el modelo no esté demasiado lejos: buena parte de la ilusión que ha despertado Emmanuel Macron entre los franceses se debe a sus promesas de reforma del sector público, del que ha dicho que conseguirá que sea una administración más ágil, que se ponga al servicio del ciudadano y no ponga al ciudadano a su servicio.

Pero, claro, para conseguir esto se necesitaría audacia política para romper inercias, una visión a largo plazo que no se limite a lo que ocurrirá en las próximas elecciones, valentía para enfrentarse a los intereses creados, deseo de cambiar las cosas de verdad y no sólo de forma cosmética, ambición por acercar el país a los que mejor lo hacen y no sólo por mantener la nave a flote. En definitiva, apostar al sobresaliente y no al aprobado raspado. Nada de esto sobra en el Gobierno. Y, desde luego, no está en la lista de prioridades del presidente.

Mariano Rajoy es un funcionario que preside un Gobierno de funcionarios en un Parlamento dominado por funcionarios. Ni él ni los que le rodean creen que haya que cambiar nada en la Administración. Probablemente pocos logros de su vida le hagan sentirse más orgulloso que el de haberse convertido en el registrador de la propiedad más joven de España (lo que fue muy meritorio, sin duda). El anuncio de este jueves, además, le asegura paz social con los sindicatos, un buen puñado de votantes agradecidos en las próximas elecciones, continuidad en cómo se han hecho las cosas desde que él tiene memoria, tranquilidad en los pasillos ministeriales que tanto conoce y estima. Si además, como es el caso, el coste lo asume el callado, sufrido y casi siempre ignorado contribuyente... puede pensar que la jugada le ha salido perfecta.

Sí, es una decisión funcionarial en el peor sentido del término. Otra más de este Gobierno.

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