Desde hace años, los diferentes gobiernos de España, con independencia de su color político, tiran de chequera con el fin de repartir subvenciones públicas de todo tipo y condición bajo argumentos de lo más peregrinos y falaces, como la mejora de la competitividad, la creación de empleo o la protección del medio ambiente, pero este tipo de políticas no son una solución, sino uno de los muchos y graves problemas que todavía sufre la economía nacional.
Los últimos ejemplos de dichas prácticas han tenido lugar esta semana. Por un lado, la ministra de Empleo, Fátima Báñez, anunció el pasado jueves una ayuda directa de 430 euros al mes para los jóvenes que no estudian ni trabajan, siempre y cuando acepten un contrato de formación y aprendizaje. El Ejecutivo pretende repartir hasta 500 millones de euros entre los ‘ni-nis’ para incentivar su entrada en el mercado laboral. Asimismo, el Consejo de Ministros aprobó este viernes el Plan Movea 2017, que consiste en un programa de subvenciones para la adquisición de vehículos con energías alternativas. El plan se extenderá durante el segundo semestre del año por un importe de 50 millones de euros.
Lo grave, sin embargo, es que ambas medidas son apenas una gota en un océano. La Administración gasta miles de millones de euros al año en subvenciones a nivel nacional, autonómico y local, con el consiguiente despilfarro de dinero público, ya que esta lluvia de billetes no solo incumple su cometido, sino que genera grandes incentivos perversos y un caldo de cultivo idóneo para la proliferación de numerosas corruptelas e irregularidades. Las estrambóticas e insostenibles subvenciones a las energías renovables, las ayudas al carbón, el PER agrícola o las numerosas partidas presupuestarias que se distribuyen entre el mundo del cine, entidades sociales y numerosas empresas e industrias evidencian lo extendido de esta política y el elevado coste que ello supone para el contribuyente.
El primer efecto directo de dicho reparto es un aumento innecesario del gasto público y, por tanto, más déficit y más deuda, lo cual se traduce en una presión fiscal más elevada para el conjunto de familias y empresas, así como un mayor volumen de dinero destinado al pago de intereses. Y ello sin contar con que el desequilibrio presupuestario y el mantenimiento de un alto endeudamiento público se acaban traduciendo, de una u otra forma, en una menor capacidad de crecimiento y creación de empleo.
El segundo problema es que, lejos de resolver nada, genera incentivos preocupantes, como la financiación de proyectos empresariales ruinosos, la implantación masiva de energías caras e ineficientes, con el consiguiente encarecimiento de la luz, o la trágica condena al paro y a la inactividad de miles de trabajadores. Si a ello se suma, además, que las subvenciones son un enorme caladero de corrupción, fraude y clientelismo político, su justificación carece de defensa posible. Si, como dicen algunos partidos, es necesario devolver a la población los esfuerzos llevados a cabo durante los años de crisis, la fórmula para lograrlo no consiste en malgastar el dinero de todos en proyectos inviables o inútiles para beneficiar a ciertos lobbies y grupos de presión, sino en rebajar de forma sustancial los impuestos para que cada cual pueda disponer libremente del fruto de su esfuerzo y trabajo. Un país adicto a las subvenciones, como es el caso de España, está condenado a altos niveles de corrupción, una elevada fiscalidad y una perjudicial dependencia de la arbitrariedad política.