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José García Domínguez

Extravagancias y misterios del Popular

No hay mucho más misterio en la crónica de esa bancarrota anunciada. Apenas un cóctel de avaricia ciega e incompetencia miope.

No hay mucho más misterio en la crónica de esa bancarrota anunciada. Apenas un cóctel de avaricia ciega e incompetencia miope.
EFE

En vida del difunto Banco Popular concurrieron dos circunstancias extrañas que, a la postre, terminarían llevándolo a la tumba. La primera de esas rarezas atípicas tan suyas fue que, a pesar de tratarse de un banco privado que había mantenido a lo largo de su existencia toda una clara orientación al crédito empresarial, acabó comportándose igual que las cajas de ahorros, esto es, especializándose cada vez más en el segmento de la financiación hipotecaria a promotores y compradores finales de viviendas. El segundo rasgo extravagante que lo hacía peculiar frente al resto de sus competidores era la presencia activa de los genuinos propietarios de la entidad en el consejo de administración. A diferencia de lo que ocurre en la generalidad de los grandes bancos españoles, donde el capital social está tan disperso que el consejo apenas reúne, y en el mejor de los casos, el 5% de las acciones con derecho a voto, en el órgano de gobierno del Popular mandaban de verdad los dueños de verdad. Al punto de que los 18 consejeros eran propietarios directos hasta ayer mismo de la mitad del capital.

Nada que ver, pues, con el Santander o el BBVA, sociedades donde el presidente ejecutivo todo lo maneja a su antojo sin que el consejo ose musitar una palabra por encima de otra. Por lo demás, el de los bancos, pese a la mitología reverencial que siempre rodea a los señores del Dinero, es un negocio bastante prosaico. A fin de cuentas, viven del margen que les deja el intermediar entre el dinero que les prestan y el que ellos prestan. Como el resto, el Popular ganó dinero mientras esos márgenes fueron altos. Pero cuando desaparecieron de golpe tras la decisión del BCE de reducir a cero los tipos de interés, a los gestores (y a los dueños) se les planteó una disyuntiva también simple: o aumentar de forma exponencial las comisiones por servicios varios que cobraban a sus clientes, una opción nada popular, o aumentar de forma exponencial la concesión de créditos para intentar seguir ganando lo mismo, al compensar el menor margen con un mayor volumen de negocio. Eligieron la segunda. Y por eso hoy están en quiebra.

Porque aumentar la cuota de mercado a lo loco (un 35%) en 2004, 2005 y 2006, lo que hizo Ron solo o a instancias de los amos sentados en el consejo, significaba meterse de cabeza en las promociones inmobiliarias más disparatadas de una época disparatada, el cemento lunático que no quería financiar ninguna otra entidad, ni tan siquiera las cajas. Así creció el Popular mientras iba cavando su propia tumba. Y es que no hay mucho más misterio en la crónica de esa bancarrota anunciada. Apenas un cóctel de avaricia ciega e incompetencia miope. Solo eso. No obstante, existe en esta historia una tercera extravagancia que no compete a los deudos y albaceas del difunto, sino al Gobierno de España, hoy tan feliz y risueño por la ausencia de quebrantos expresos para los contribuyentes tras la absorción por el Santander. Si se acaba de demostrar al fehaciente modo que era posible solventar una quiebra financiera sin que el Estado cargase con las pérdidas de los obligacionistas y tenedores particulares de bonos y deuda de la entidad, ¿por qué no se intentó proceder de idéntico modo con Bankia, Catalunya Caixa o el resto de los cadáveres exquisitos que guarda De Guindos en su inmenso fondo de armario? Misterio.

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