No es ningún secreto para nadie la situación en extremo delicada que atraviesa el Banco Popular, entidad de incierta solvencia que a estas horas el Gobierno intentaría endosar a algún gran grupo financiero del Ibex. Lo que ya no resulta tan del dominio público es que, con independencia de quién finalmente absorba al Popular, el grueso de las pérdidas derivadas del rescate recaerán, como viene siendo costumbre de un tiempo a esta parte, en el pueblo soberano. Y es que el viejo sueño de falangistas y comunistas, la nacionalización de la banca, al fin ha sido llevado a la práctica, si bien bajo toneladas de nocturnidad y alevosía, por el Partido Popular, ese cuya plantilla de humoristas en nómina sigue definiendo como una organización defensora del libre mercado. Eso sí, se trata de una nacionalización solo parcial, pues únicamente se han socializado las perdidas, que, Boletín Oficial del Estado mediante, nos hemos comprometido a pagar a escote entre todos los contribuyentes. No así, en cambio, los beneficios, que continuarán siendo de titularidad exclusiva de los accionistas particulares.
El cómo ha llegado a ser posible que usted esté obligado, aunque no lo sepa, a cubrir con sus impuestos las perdidas en que pudieran incurrir todos los bancos privados españoles durante los próximos 18 años nos remite a una regulación contable internacional llamada Balisea III. Según los criterios técnicos fijados por esa norma, más o menos el 40% de lo que los bancos consideraban su capital social resultó ser puro y simple humo. Aunque parezca increíble, hasta la puesta en marcha de Basilea III los bancos se permitían contabilizar como parte de su capital las simples expectativas de hipotéticas desgravaciones fiscales que pudiesen obtener en el futuro. Por disparatado que suene, contabilizaban la esperanza de no pagar algún impuesto en el futuro como parte del patrimonio neto. Si, por la razón que fuera, creían que iban a ahorrase 1.000 euros en el pago del Impuesto de Sociedades de dentro de tres años, esos 1.000 euros imaginarios los sumaban al capital presente del banco. Y lo más asombroso es que era legal. Nadie se se extrañe de que hasta Balisea III no existiese diferencia significativa alguna entre la contabilidad de la banca y las obras completas de Jorge Luís Borges.
Pero, una vez proscrita la literatura fantástica en el libro del debe y el haber, el problema sería cómo lograr que alguien pusiera el dinero de verdad que faltaba en los balances. Y como en España resulta que no lo quiso poner nadie, tuvo que ser el Estado, vía avales públicos, quien rellenase el agujero de la insolvencia. En la jerga siempre hermética de los tecnócratas, lo que ahora cubren esos avales públicos se llaman "activos fiscales diferidos". Por ejemplo, los 23 millones de euros que José Ángel Ron, el anterior presidente del Banco Popular, recibirá en concepto de pensión vitalicia tras haber perdido la entidad 3.500 millones de euros solo durante 2016, su último ejercicio en el cargo, resultan ser a efectos legales un activo fiscal diferido. En consecuencia, el resto de los españoles se los hemos tenido que avalar. Así las cosas, el principal accionista de facto del Banco Popular, y a enorme distancia de todos los demás, no es otro que el Estado. Vayamos pues preparando la cartera.