Muchos recordarán a Rajoy, nada más ser nombrado presidente del Gobierno, utilizar el déficit oculto dejado por Zapatero para justificar su incumplimiento de no subir los impuestos. La excusa no podía ser más mala, por cuanto el desfase ocultado entre gastos e ingresos del Reino de España en 2011 correspondía fundamentalmente a las Administraciones autonómicas, entonces mayoritariamente gobernadas por el PP; y por cuanto el partido de Rajoy, meses antes de llegar al Gobierno, había acordado con la entonces ministra socialista Elena Salgado ocultar la gravedad de un problema en el que PP y PSOE tenían responsabilidades compartidas. Pero, sobre todo, la excusa era mala porque, aunque fuera cierto, que no lo es, que a Rajoy le pillara por sorpresa aquel déficit autonómico oculto, la reacción de un partido liberal-conservador, que en el pasado se había opuesto a las subidas de impuestos con déficit aun mayores que los registrados en 2011, debería haber sido imponer a todas las Administraciones una política de reducción de gasto público mayor que la prevista, no la de subir los impuestos.
Desde entonces se podría pensar que el Gobierno se habría dedicado únicamente a tratar de maquillar el incumplimiento de los objetivos de reducción del déficit de las distintas Administraciones por la vía de renegociarlos al alza con Bruselas antes de finalizar cada ejercicio. Así, por ejemplo, el objetivo inicial de reducir el déficit autonómico al 0,3 por ciento en 2016 fue renegociado –con Bruselas y con el PSOE– antes de que concluyera el año para relajarlo hasta el 0,7 por ciento del PIB. Aun así, el déficit de las CCAA fue del 0,82 por ciento en 2016.
Para colmo, tal y como advierte el último informe de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea) sobre la evolución de las finanzas autonómicas entre 2003 y 2016, el déficit registrado en 2016 se beneficia de unas circunstancias "atípicas" e "insostenibles en el tiempo" como son unos ingresos extraordinarios provenientes de la liquidación del sistema de financiación correspondiente a 2014, por los que las CCAA ingresaron 7.600 millones de euros extra el pasado año, unos 6.000 más que en 2015.
Así mismo, cabe destacar que las autonomías, en lugar de recortar el gasto corriente y reducir el tamaño de la estructura burocrática, han optado —al igual que el Gobierno central— por reducir la inversión pública (mantenimiento y renovación de infraestructuras, por ejemplo), lo cual tampoco se puede extender de forma indefinida en el tiempo.
Otro tanto se podría decir de la menor carga de intereses, situados en niveles artificialmente bajos gracias, exclusivamente, a los mecanismos de liquidez y rescate facilitados por el Estado, como el FLA, que constituye una "subvención implícita" que acaba también maquillando la verdadera situación presupuestaria de las autonomías.
Que el déficit que oculta estas circunstancias atípicas e insostenibles sea de naturaleza distinta a la burda y deliberada ocultación de unas facturas sin pagar guardadas en los cajones que caracterizaron el déficit oculto de 2011 no borra el grave problema que representa un modelo autonómico insostenible y una clamorosa falta de control del gasto. Un problema que alcanza tintes dramáticos si se tiene presente que no parece suscitar la más mínima preocupación en ningún partido con representación parlamentaria.