Social-liberal. Es la etiqueta de moda. Si "populismo" fue el término de 2016, "social-liberal" puede ser el de 2017. Esperen a que Martin Schulz siga creciendo en las encuestas o a que Matteo Renzi complete su resurrección política en España. Si la Tercera Vía de Tony Blair fue la respuesta de la izquierda moderada europea tras el desplome del Muro de Berlín, ahora la crisis de la socialdemocracia parece dirimirse entre dos alternativas: caer en brazos del populismo de extrema izquierda (ya sea en la versión de Tsipras, en la de Corbyn o incluso en la de Mélenchon) o pasar al social-liberalismo de Emmanuel Macron o Renzi (¿o Rivera?).
Pero, ¿qué significa ser "social-liberal"? Eso ya es más complicado de responder. En teoría hablamos de un programa intermedio, progresista en temas sociales y liberal en cuestiones económicas. Que abraza la economía de mercado y quiere servirse de su potencial para impulsar el crecimiento, pero que también apuesta por fuertes políticas redistributivas. Que quiere tener un Sillicon Valley europeo, con empresas potentes e innovadoras, pero manteniendo el Estado del bienestar a la manera nórdica. Competitivo y solidario al mismo tiempo. A mitad de camino entre Singapur y Estocolmo, con el dinamismo del primero y las instituciones públicas del segundo. Ahora queda por ver en qué se concreta todo esto.
Macron no será el primero en estar en una situación de poder que le permita intentar desarrollar este programa. El primero, Matteo Renzi no lo consiguió, aunque sus circunstancias eran más complicadas (la Italia de hace 4 años estaba aún peor que la Francia actual). Ahora el líder de En Marche! tiene ante sí el reto de cambiar la economía francesa sin un partido detrás y sin apenas apoyos en el Parlamento; aunque esto último podría cambiar si consigue articular un partido de verdad en las pocas semanas que quedan antes de las elecciones legislativas (no será sencillo).
Tampoco los resultados de estas elecciones Presidenciales auguran nada bueno para el extrabajador de la Banca Rothschild. Sí, ha ganado con holgura y ya con eso se conforma. Pero más allá de esa victoria lo que queda es un electorado en el que casi el 50% de los que acudieron a las urnas en la primera vuelta apoyaron a candidatos antisistema, que prometían acabar con la moneda única, señalaban a la globalización como origen de todos los males y despreciaban al capitalismo y al mercado como métodos de creación de riqueza y prosperidad. Macron estará al frente del país más anti-capitalista de Europa, el más refractario a los cambios, el que tiene los grupos de presión (y no sólo hablamos de sindicatos) más poderosos de la UE... Ninguna de ellas es una buena señal para un reformista ambicioso. Y todavía no queda claro si el nuevo presidente realmente lo es. En cualquier caso, los siguientes son los principales retos a los que se enfrentará.
Las fortalezas
Para empezar, si Macron quiere ser optimista puede mirar a las fortalezas de la economía francesa, que las tiene, y muchas. En el Índice de Competitividad Global el país galo aparece en el puesto 22, lejos de Suiza, Singapur, EEUU o Alemania, que encabezan la tabla, pero muy por encima de Austria, Irlanda, España o Italia, varios de sus competidores naturales.
Y no es sólo que salga bien parado en estos índices, que al final no dejan de ser clasificaciones un tanto aleatorias y con criterios poco claros. Francia tiene un mercado amplio, una economía competitiva, grandes multinacionales, una fuerza laboral bien formada y una excelente situación geográfica, que le otorga grandes ventajas en términos de logística, comercio, turismo o energía. Quizás su economía no sea tan dinámica como la suiza o la holandesa, pero tampoco presenta las disfunciones de la española o la italiana. Sea cual sea su nuevo presidente nada de esto cambiará, como tampoco lo hará el que sea uno de los principales destinos turísticos del mundo. Hay un suelo que sirve de soporte para la economía francesa y que puede servir de sustento para enfrentarse a las reformas.
Dicho esto, las malas noticias pesan más que las buenas. Porque la economía francesa se parece cada día más a una de esas familias adineradas pero venidas a menos, con más patrimonio que renta y más pasado que futuro, que todavía viven de los buenos tiempos pero a la que cualquier observador imparcial mira con el temor lógico de pensar lo que le depararán las próximas décadas.
Debilidades
En este sentido, la principal debilidad de la economía francesa se encuentra en su mercado laboral, uno de los más rígidos e intervenidos de la UE. En el Índice de Libertad Económica del Wall Street Journal y la Fundación Heritage aparece en el puesto 159, por debajo incluso de España en este aspecto. La consecuencia es una tasa de paro que roza el 10% (un drama para el país, aunque desde el nuestro se vea con envidia) y sólo está por debajo en la Eurozona de la de Portugal, España, Italia, Chipre y Grecia. Y en las regiones del noreste galo, esta cifra está más cerca del 15% que del 10%. El mercado laboral de Francia se puede ver como el mejor de los países del sur o el peor de los del norte... en cualquier caso ninguna de ellas es una foto en la que a los galos les guste verse.
Macron ya sabe lo complicado que será cambiarlo. La última reforma laboral aprobada durante el Gobierno de François Hollande ni siquiera era tan ambiciosa como la española y aun así provocó una fuerte contestación social. Los sindicatos y los partidos de extrema izquierda, envalentonados estos días tras el resultado de Jean-Luc Mélenchon, ya le han advertido que no tolerarán ni un paso más allá (de hecho, como el Frente Nacional, lo que quieren es derogarla).
Los expertos, por su parte, piden cambios que otorguen flexibilidad a todas las partes en juego. Por ejemplo, hace unos días, en Madrid, Jean Tirole, premio Nobel de Economía de 2014 apostaba por una nueva normativa que haga que los franceses, "los trabajadores más protegidos del mundo", dejen de ser infelices en sus puestos de trabajo. Porque éste es el principal problema de la legislación laboral gala, la falta de incentivos para mejorar día a día y buscar el mejor camino para ser más productivo. En España, esta música nos suena. Lo que hay detrás de esos índices y esas malas puntuaciones son empresas con empleados que no quieren pero no pueden despedir (y candidatos a los que querrían contratar que se quedan fuera por falta de espacio); decisiones empresariales, como los despidos o las contrataciones, tomadas no en función de la productividad de cada empleado sino del tiempo que lleva en la plantilla; jóvenes con contratos temporales que se eternizan en la precariedad y sin recibir la formación que necesitarían; convenios firmados por las centrales sindicales y la patronal a espaldas de las necesidades reales de cada compañía, que tiene que aplicar las cláusulas que se le imponen quiera o no quiera; trabajadores a los que les gustaría cambiar de empleo pero no lo hacen porque temen perder su indemnización; nuevas empresas que no crecen por encima de un determinado umbral porque saben que hacerlo les supone un cúmulo de obligaciones burocráticas que quizás no les compense...
En resumen, un tejido empresarial esclerotizado y poco innovador, en el que los trabajadores más productivos y las empresas más ambiciosas acaban trasladándose a Londres, Sillicon Valley o Zurich.
Evidentemente, estas restricciones en el mercado laboral no están solas. El resto del entramado regulatorio francés está repleto de altos impuestos, numerosas normas que, además, son difíciles de cumplir, y mucha burocracia. Los seis factores que los encuestados para el Índice de Competitividad Global dieron como más problemáticas para la economía francesa fueron: 1. Normativa laboral restrictiva; 2. Elevados impuestos a las empresas y los trabajadores; 3. Complejidad de las normas tributarias; 4. Ineficiencia de la Administración; 5. Dificultades de acceso a la financiación; 6. Insuficiente capacidad para la innovación.
El programa y las reformas
Para enfrentarse a estas rigideces Macron lleva un programa electoral ambicioso y reformista. Pero está lejos de ser evidente que pueda aplicarlo. Asegura que transformará la Administración francesa para ponerla al servicio de los ciudadanos y para que deje de ser una de esas maquinarias que se justifican a sí mismas casi por razón de su existencia. Promete cambiar el subsidio de desempleo para que sirva de incentivo a la búsqueda de un nuevo trabajo. Afirma que modificará el sistema de pensiones para reforzar su sostenibilidad; lo que es un reto en uno de los países que ya es de los más envejecidos del mundo, pero que empeorará esa tendencia en el futuro (España está peor en este tema, pero eso no mejorará las cuentas de la Seguridad Social francesa). Garantiza que reducirá al mínimo la carga burocrática a la que se enfrentan los ciudadanos galos en su día a día. Y se ha comprometido a hacer todo esto cuadrando las cuentas públicas y sin subir los impuestos (en realidad, bajándolos, según dice su programa).
Por aquí, por la parte de las cuentas públicas es por donde viene la principal debilidad de su plan. Porque enfrentarse a todos estos cambios generará resistencias de los poderes establecidos y los grupos de presión tradicionales, que en Francia son muy fuertes. Macron, sin un partido detrás y quizás en minoría parlamentaria, no tendrá fácil aprobar estas leyes, pero podría conseguirlo si plantea un ataque decidido y rápido, en esos primeros cien días de gracia que disfruta todo presidente al llegar al Elíseo.
Pero quizás sería más sencillo si tuviera cierto margen presupuestario, aunque sólo fuera para endulzar con unos poquitos miles de millones de euros a los sectores más perjudicados, al menos hasta que las reformas comiencen a dar sus frutos en la segunda parte de su mandato. Conociendo la política francesa, éste podría ser un plan lógico: combinar reformas en profundidad con un poco de populismo fiscal para suavizar tensiones.
Pero es que hay muy poco margen. Para empezar tendría que subir la tasa de empleo, para ampliar las bases tributarias de forma natural. Esto no es sólo reducir el paro, que también, sino hacer que más franceses adultos entren al mercado laboral o salgan más tarde del mismo. Por ejemplo, sólo el 50% de los galos de 55 a 64 años trabaja, por un 55% de media en la UE y un 69% en Alemania, un 68% en Dinamarca o un 75% en Suecia. Hablamos de casi 20 puntos de diferencia con sus vecinos germanos: así es difícil competir de igual a igual, pagar las pensiones, generar riqueza... (apunte: en España el porcentaje es aún menor, del 49%). Por cierto, que en esta cuestión también saldrá el tema de la jornada de 35 horas, un tabú en Francia que Macron promete respetar sobre el papel pero permitiendo a empresas y trabajadores romper en la práctica.
En cuanto al déficit, Francia cerró 2016 con un desfase en sus cuentas públicas equivalente al –3,4% del PIB y una deuda que asciende al 96%. Dos cifras que le dan muy poco margen al nuevo presidente. Más aún teniendo en cuenta que el gasto gubernamental ascendió al 56,2% del PIB, el más alto de los países desarrollados, y los impuestos al 52,8%. Ordeñar más la vaca del contribuyente galo se antoja complicado.
Éste es el reto de Macron. Devolver la grandeur económica a una Francia que lleva tres décadas de declive, que en 2005 tenía un PIB per cápita equivalente al 108% de la media de la UE-28 y que ya está en el 105% y bajando. Un país que en términos de renta cada día está más cerca de Italia y España y más lejos de Alemania u Holanda. Tendrá que hacerlo con un Parlamento en el que no se sabe con cuántos apoyos contará. Tras unas elecciones que han dado un éxito histórico a la extrema derecha y la extrema izquierda (aunque el resultado de la segunda vuelta ha sido mejor para Macron del previsto y ha dejado a Le Pen lejos del 40% que buscaba). Con tensiones en política interna (terrorismo, inmigración) y externa (Brexit, intervenciones del Ejército francés en el extranjero). Su único consuelo es que en su vecino y locomotora del proyecto Europeo tendrá un aliado, ya ganen Martin Schulz o Angela Merkel las elecciones legislativas del próximo otoño. Eso le podría dar algo de aire (sobre todo, si el BCE y la Comisión deciden mirar para otro lado en lo tocante a las cuentas públicas). Pero ahí ya entramos en el terreno de la política. En economía, se supone que el campo en el que Macron es especialista, no lo tendrá nada fácil.