La petición de miembros del grupo Unidos Podemos a la Mesa del Senado para que esa Cámara deje de comprar productos de Coca-Cola es la última de una larguísima serie de ataques a la legendaria empresa de Georgia. Una serie de ataques en la que fanáticos de distintas tendencias la han acusado de todo tipo de males. Desde discriminación racial y provocar cáncer y obesidad, hasta "tramas" más oscuras: golpes de estado, daño al medio ambiente, financiación de guerras y vínculos con paramilitares.
En esta oportunidad, la excusa es "ponerse del lado de unos trabajadores que están luchando contra una multinacional que no respeta los derechos laborales ni las resoluciones de los jueces". No conozco los vericuetos jurídicos del asunto. Sí alcanzo a comprender que la propuesta es contraria a sus propios fines: si se extendiera un boicot contra los productos de Coca-Cola, la situación de sus trabajadores sería peor y no mejor.
La Coca-Cola no es como el agua, cuyo consumo necesitamos para vivir. Tampoco es como el vino, al que se reserva un lugar especial en almuerzos y cenas importantes. La Coca-Cola no goza del privilegio del champán, vinculado con éxitos deportivos y celebraciones especiales. Tampoco es como la cerveza, la sidra o el propio vino, que antiguamente eran de consumo obligado en largas travesías por soportar el paso del tiempo mejor que el agua.
Entonces, ¿por qué bebemos Coca-Cola? Sencillamente porque nos da la gana. Cada vez que un consumidor elige Coca-Cola está mostrando, seguramente sin ser consciente de ello, que es libre. La Coca-Cola está vinculada con el mundo libre, con la posibilidad de elegir, con el respeto a las preferencias individuales, con la soberanía del consumidor. Su aceptación global es lo que provoca el rechazo de los fanáticos, precisamente por ser contrarios a todo lo anterior.
Me doy cuenta de que me gusta la Coca-Cola, no solo por su sabor, sino también por lo que simboliza. Es la bebida de la libertad.
Diego Barceló Larran es director de Barceló & asociados (@diebarcelo)