Del 81,5% en el año 2000 al 78,2% en 2017. Son tres puntos de diferencia en 17 años. No parece demasiado. Muchas otras estadísticas económicas se han movido más. Sin embargo, ésta es especialmente significativa y refleja un problema que tiene muy preocupados a economistas, periodistas, políticos e intelectuales norteamericanos. Es el tema del momento (para mal, claro).
Porque esas dos cifras reflejan el porcentaje de la población estadounidense entre 25 y 54 años que tiene un empleo. Hablamos de eso que los americanos llaman "prime working lives", el momento en el que se supone que todo el mundo debería estar trabajando. Antes de los 25 se entiende que muchos todavía se están formando; y a partir de los 55, empiezan las prejubilaciones, posibles enfermedades, retiro para los que hayan ahorrado lo suficiente... Pero entre los 25 y los 54 no hay excusas. La incorporación de la mujer al mercado laboral había conseguido que esa cifra creciera casi sin interrupción desde la Segunda Guerra Mundial. Algún bajón de unos pocos trimestres que coincidía con las recesiones y poco más. Hasta ahora. Porque además no sólo ha caído el porcentaje de los que tienen un empleo, sino también la tasa de actividad (que incluye a los que, estando en paro, siguen dentro del mercado laboral, buscando un trabajo). Cada vez son más los que deciden, simplemente, quedarse al margen del sistema.
Son los nuevos ninis, adultos jóvenes, menores de 45 años, que no tienen trabajo ni quieren tenerlo, al menos en el corto plazo. Solteros en su gran mayoría. Viven en casa de sus padres y los pocos ingresos que obtienen los reciben por pequeños trabajos al margen del sistema o les llegan de programas de ayudas públicos.
¿Por qué?
No, no es el por el paro, que está en niveles históricamente reducidos. Porque además, como decimos, no sólo ha caído la tasa de empleo (porcentaje de los que tienen un trabajo): también se ha desplomado la tasa de actividad, que une a los que tienen un empleo y a los que, aunque estén en paro, están buscando uno. Y tampoco es por una recesión que hace años terminó: la tasa de empleo ha mejorado algo en los últimos trimestres gracias a la recuperación de la economía norteamericana. Además, la tendencia comenzó bastante antes de 2007.
Tampoco es normal: desde la Segunda Guerra Mundial nunca ha habido un período tan prolongado de tiempo en el que se haya registrado un descenso de esta ratio. Por eso es uno de los temas de moda entre los economistas y periodistas estadounidenses.
En la búsqueda de culpables, los analistas señalan a algunos sospechosos habituales y también a nuevos elementos que están cambiando el paisaje de la sociedad americana. Así, en primer lugar se apunta a la globalización y a la automatización, que han acabado con miles de empleos en el sector industrial. Según esta versión, las últimas décadas han visto como desaparecían las oportunidades laborales para los estadounidenses de baja cualificación (aquellos que no terminan el high school o que se limitan a sacarse el título de secundaria). No es sólo que haya menos empleos en los sectores que han ocupado estos trabajadores, que también; sino que, además, el tipo de trabajo al que tienen acceso es más precario, peor pagado y corre más riesgo de ser eliminado en cualquier momento por la creciente robotización.
En este sentido, se dibuja un panorama en el que adquieren relevancia aspectos que podríamos llamar económicos, como los bajos salarios y la falta de estabilidad en estos nuevos empleos. Pero que también tiene una perspectiva social. Podría resumirse en algo así como: "No es sólo cuestión de si el salario que cobra este tipo es más alto, igual o más bajo que el que cobraba un trabajador de baja cualificación en 1985. Es que, además, no es lo mismo, desde el punto de vista de su realización personal, trabajar en un WalMart, que es lo que tiene más a su alcance el nini del 2015, que hacerlo en una planta automovilística en Detroit, como hacía su padre".
Si el enfoque es correcto o no, es otro tema. Pero lo que sí es cierto es que buena parte de los nuevos empleos se están creando en el sector servicios. Muchos de ellos, por cierto, en sectores en los que tradicionalmente ha habido más presencia femenina (desde la educación a los cuidados médicos), algo que también cobra importancia cuando se analizan las cifras y se ve que, aunque también las mujeres han visto reducida algo su tasa de ocupación, algo nuevo y que rompe con una dinámica de medio siglo de integración en el mercado laboral, han sido los hombres de mediana edad sin formación el grupo demográfico que más ha sentido los efectos de este cambio de tendencia.
En segundo lugar, tenemos la caída de la remuneración para estos empleos. En general, toda la economía norteamericana ha sufrido este fenómeno, como el resto de las occidentales, por otro lado (de hecho, quizás en EEUU se ha notado menos que en otros países). La prima de cualificación (lo que puede esperar ganar un titulado universitario frente a un trabajador que sólo tiene estudios secundarios) se ha disparado en el último medio siglo, especialmente en determinadas ocupaciones asociadas a la tecnología, el cuidado de la salud o los mercados financieros.
Para numerosos autores, el Estado del Bienestar norteamericano tiene su parte de culpa en este fenómeno. La discusión tradicional en este punto ha girado en torno a la dimensión de las ayudas. Ahora se pone la lupa más en el diseño. Porque a pesar de lo que se crea en Europa, en muchas partidas el gasto de las de las diferentes administraciones norteamericanas no está tan alejado de las del Viejo Continente. Pero la clave no es sólo cuánto, sino también cómo. Aquí tendríamos varios problemas relacionados. El primero es quién recibe estas ayudas: tanto en EEUU y en Europa, buena parte del gasto vuelve a los bolsillos de la misma clase media que los pagó antes con sus impuestos, en un juego de ida y vuelta ineficiente y con pocos réditos para aquellos que entran en una situación puntual de necesidad. La segunda derivada tiene que ver con la famosa trampa de la pobreza: un esquema de subsidios que acaba consolidando la situación contra la que en teoría lucha.
Las cifras nos indican que existe una población creciente que está estancada en esta situación, ya sea por miedo a la pérdida del que hasta ahora es su único medio de vida o por falta de las habilidades más básicas que el mercado demanda. Y lo que debería ser una ayuda puntual, acaba cronificando una realidad indeseada. En este sentido, el Estado norteamericano (como muchos europeos) se ha mostrado dolorosamente incapaz e ineficiente en la readaptación de los trabajadores que se quedaron atrás por el cambio tecnológico o de los jóvenes que fracasaron durante su etapa educativa.
Por último, existe un último elemento, sorprendente quizás, pero al que muchos analistas señalan como culpable en parte del fenómeno: las posibilidades de ocio de calidad a bajo precio. Internet ofrece en estos momentos una alternativa para esos ninis treintañeros que antes no existía. Es decir, hace 20 o 30 años, un tipo de mediana edad sin empleo tenía pocas opciones más allá de darse un paseo por el pueblo o deambular de acá para allá con los amigos. Ahora tiene, por unos pocos dólares, acceso a juegos online, películas, series y todo tipo de redes sociales. Cuidado, esto tiene efectos que también son positivos: por ejemplo, el descenso en la tasa de criminalidad de los últimos años se asocia, al menos en parte, al tiempo que muchos jóvenes desempleados pasan en casa y que les aleja de tentaciones más peligrosas.
Pero desde el punto de vista del mercado laboral, la combinación es explosiva. Bajos salarios, empleos poco atractivos, cierre de industrias tradicionales, subsidios mal diseñados que desaniman la formación y la reintegración en el mercado laboral, y distracciones de todo tipo y al alcance de un click. Ryan Avent, corresponsal de The Economist y autor de La riqueza de los humanos, un libro publicado hace unos días en España, sobre las nuevas formas de empleo y los riesgos que suponen para determinadas clases de trabajadores, lo explica así:
La sociedad suele proporcionar un suelo de ingresos mediante programas de subsidios, el apoyo de la familia o la beneficencia. Cuando los ingresos del mercado disponible caen por debajo de ese suelo, los ciudadanos dejan de buscar trabajo y, en su lugar, deciden vivir con la familia, del paro o de ayudas estatales. Y tal elección se volverá más atractiva a medida que la tecnología reduzca el coste de servicios básicos y del ocio. Pasar la vida tumbado en el sofá de tu hermano viendo Netflix puede ser bastante deprimente, pero si el único trabajo disponible es embrutecedor y agobiante y encima reporta un salario ínfimo, entonces el desempleo puede presentarse como la opción más atractiva.
Las cifras
Lo cierto es que sobre las causas hay mucha discusión. Unos y otros buscan culpables. Hay quien, como Avent, se fija más en los salarios. Otros apuntan a cambios sociales, interferencias normativas o rigideces de los mercados. Pero de lo que casi nadie duda es de la magnitud del problema y de que es creciente. No hay ningún gran medio norteamericano que no le haya dedicado reportajes, columnas, artículos y análisis en el último año. Los siguientes enlaces, de Commentary Magazine, The Atlantic o The Washington Post son sólo un ejemplo. También lo reflejan estadísticas oficiales internacionales, como el OCDE Employment Outlook, y nacionales, como las del Bureau of Labor Statistics.
Y menudean los libros publicados en los últimos años que tratan este tema con enfoques muy diversos, centrándose en temas sociales o económicos, desde la izquierda o la derecha. Muchos de ellos se han convertido en bestsellers y sus conclusiones son glosadas, criticadas y analizadas en los medios. Casi se ha generado un subgénero, con títulos como El desmoronamiento, de George Paker (en España, publicado por Debate), Hillbilly, una elegía rural, de J.D. Vance (que publica Deusto en los próximos días), Men Without Work: America's Invisible Crisis de Nicholas Eberstadt o el ya mencionado La riqueza de los humanos, de Ryan Avent (en Ariel).
Éstas son algunas de las cifras más preocupantes:
- La tasa de empleo entre los norteamericanos de entre 25 y 54 años está en el 78,2%, a 3,5 puntos de su máximo del año 2000. Es cierto, ha mejorado algo desde el 74,9% de 2011, pero sigue siendo un nivel muy bajo, similar al de mediados de los años 80, cuando el ritmo de la incorporación de la mujer al mercado laboral parecía marcar una tendencia ascendente imparable para la ratio de ocupación general.
- Si ampliamos un poco la muestra, la relación número de trabajadores / población adulta total está en mínimos de tres décadas. Es cierto que en parte es culpa de la jubilación de los baby-boomers y también le afecta el fenómeno de los jóvenes que alargan su etapa universitaria. Pero hay mucho más. Y esto tiene una enorme importancia económica. Simplemente volviendo al nivel de ocupación entre la población adulta en el año 2000, se añadirían 10 millones de empleos a la economía norteamericana. Si sólo tomamos la población de 25 a 54 años, nos encontramos un déficit de 5 millones de empleos.
- En 1957, el 97% de los hombres entre 25 y 54 años formaba parte de la fuerza laboral (ya fuera porque tenía un empleo o porque buscaba uno), ahora mismo, esa cifra ya está por debajo del 90%. Como dice George Will en su columna del WP, incluso las estadísticas deberían cambiar para reflejar esta realidad. Cuando se crearon, las cifras de paro eran la medida del problema, porque se intuía que cualquier adulto en edad de trabajar que no tuviera un empleo lo estaría buscando. Y los pocos que no lo hacían, era porque tenían una razón justificada (estudiantes, personas con enfermedades graves…). Nadie había previsto este fenómeno de inactivos voluntarios.
- Tampoco es buena la imagen si la comparamos con lo que está ocurriendo en otros países ricos. Por ejemplo, en el conjunto de la OCDE, la tasa de empleo para adultos de 25 a 54 años se mantuvo más o menos constante entre 2000 y 2014, de 75,8% a 76,0%. En EEUU pasó de 81,5% a 76,7%. Entre los hombres, el descenso fue del 89 al 83,6%. Incluso entre las mujeres, especialmente entre las de baja cualificación, se está observando, por primera vez en medio siglo, un descenso en su participación laboral. De hecho, la tasa de actividad y empleo de las mujeres sigue por debajo en todos los grupos de edad, pero como el descenso para los hombres de mediana edad es más acusado, la brecha de participación en el mercado laboral se está cerrando poco a poco (no deja de ser una triste noticia que lo que durante unas décadas se consiguió porque las mujeres accedían al mercado ahora se logra porque los hombres salen del mismo).
- La tasa de actividad para hombres de 25 a 54 años estaba en 2014 en el 88,2% (usamos este año porque es el último para el que hay cifras de la OCDE para todos sus países). Sólo Italia con un 87,7% tenía un dato inferior. Incluso España, a pesar de sus problemas de paro, mostraba un 92,6% de tasa de actividad para este grupo de población.
- Es cierto que el número de trabajadores en EEUU está en máximos, con más de 152.000 millones de personas con un empleo. Como también lo es que el paro está en mínimos, por debajo del 5% (cerca de lo que siempre se ha considerado pleno empleo técnico). Pero eso es porque desde el año 2000 la población en edad de trabajar se ha incrementado en un 18%. Mientras, el número de horas trabajadas ha crecido sólo un 4%. La ratio horas trabajadas por cada adulto en edad de trabajar ha caído un 12% desde comienzos de siglo.
- No es sólo cuestión de empleo. La productividad también se resiente en la primera economía del mundo. Entre 1948 y el año 2000 el PIB per cápita creció a un ritmo medio del 2,3%, incluso con la recesión de los años 70. Desde comienzos del siglo XXI, apenas roza el 1% anual. Como explica Nicholas Eberstadt en Commentary Magazine, "si entre el año 2000 y 2016 el crecimiento del PIB per cápita hubiera sido como el del medio siglo anterior, ahora mismo el estadounidense medio ganaría un 20% más".
- Por cada hombre parado de entre 25 y 54 años, hay dos ninis. Por primera vez desde los años 40, hay más jóvenes adultos de menos de 35 años viviendo con sus padres (35%) que en pareja (28%). Sólo el 15% de los ninis de mediana edad declararon que están en esa situación por su incapacidad por encontrar un empleo; el resto aducía diversos motivos no relacionados directamente con problemas del mercado laboral. El 22% de los hombres jóvenes que estuvieron desempleados en 2015 declaró que tampoco había trabajado en ningún momento del año anterior.
- No sólo es que no trabajen, es que además no hacen nada útil, como actividades comunitarias o vecinales. Pasan el día pegados a una pantalla. Las encuestas dicen que estos ninis adultos pasan una media de 2.000 horas al año viendo la televisión, navegando por internet o jugando videojuegos. Visto así, es como un empleo a jornada completa.
El futuro
¿Y ahora qué? ¿Será también en esto EEUU un indicador adelantado de lo que le espera al resto del mundo occidental? En España las tasas de ocupación, sobre todo entre los hombres, siguen todavía muy por debajo de su nivel previo a 2007. Así, en el último trimestre de 2016 había 18,5 millones de ocupados según el INE, 10 millones de hombres y casi 8,5 millones de mujeres. Pues bien, nueve años antes, la cifra total era de 20,7 millones de ocupados, con 12,1 millones de hombres y 8,6 de mujeres: los dos millones perdidos en esta crisis han sido empleos de hombres.
En nuestro país, la tasa de actividad (que suma a los que tienen un empleo y a los parados que lo buscan) ha subido del 50 al 53% entre las mujeres, pero ha caído del 69 al 65% entre los hombres. En nuestro caso, el descenso se debe en parte a los menores de 30 años, muchos de los cuales han abandonado el mercado laboral para volver a las aulas; o no han dejado la escuela, como habrían hecho durante la burbuja de la construcción. Pero igualmente es un dato preocupante.
Volviendo a EEUU, no hay duda de que sigue siendo una de las economías más productivas y dinámicas. Pero cada vez lo es menos. No es extraño que sus economistas más famosos se pregunten qué está pasando con la primera potencia mundial. Tyler Cowen, en The complacent class, habla de una sociedad estancada y acomodada en todos los ámbitos (incluso en cuestiones que pueden parecer una anécdota como el ocio o las relaciones sociales). Algo que en el terreno económico se traduce en que las personas buscan empleo con menos intensidad, hay menos movilidad (y no sólo económica, también geográfica o incluso social), experimentan menos cambios a lo largo de su carrera laboral y se han olvidado del espíritu emprendedor que una vez caracterizó a EEUU. Las consecuencias son difíciles de prever. Tampoco es seguro que este estancamiento vaya a quedarse con nosotros para siempre o que no pueda cambiarse.
Aunque por ahora hay algunos datos preocupantes. Por ejemplo, el premio Nobel de Economía de 2015, Angus Deaton, publicó ese mismo año un paper junto con Anne Case en el que los dos investigadores llegaban a unas conclusiones demoledoras: desde 1999, la esperanza de vida entre los hombres blancos de clase media sin estudios superiores se ha desplomado, sobre todo por lo que denominó "muertes por desesperación", es decir, aquellas derivadas del abuso de las drogas, del alcohol o directamente, por el incremento de los suicidios.
Son muchos los que han utilizado buena parte de estas cifras para explicar el ascenso y triunfo de Donald Trump. Y lo cierto es que en algunos aspectos sí que se intuye una sociedad dividida entre un entorno urbano, residente sobre todo en las costas, próspero y dinámico, y un interior rural, atrasado y que se siente olvidado por Washington.
La potencia renovadora e innovadora de la sociedad americana está a prueba. En el pasado, supo salir adelante. Ahora tiene ante sí nuevos retos, por ejemplo el envejecimiento de su población y la renovación de sus fuertes estructuras comunitarias, que han sido siempre la base de su sociedad, el sustento de sus instituciones y el contrapeso a sus políticos. Porque el problema de esos ninis de 25, 30 o 35 años no reside sólo en saber qué están haciendo con su vida ahora. En algunas encuestas, el grados de satisfacción que declaran respecto a su situación actual no es muy inferior al de sus coetáneos con un empleo. La pregunta es qué piensan hacer en el futuro y si seguirán igual de satisfechos dentro de 10 o 15 años. Cuál es el límite para que sigan contentos desde el sofá de casa de sus padres. El número de matrimonios o nacimientos se está hundiendo en determinados segmentos de la población americana. Curiosamente, sólo los niveles superiores de renta y estudios mantienen el ritmo en cuanto a bodas y descendencia. También aquí se da una curiosa paradoja: en los años 50 o 60, la imagen de un soltero de 30 años, que ni estudiaba ni trabajaba, ni tenía familia ni pensaba en tenerla, se asociaba en la imaginación popular a un niño bien, que iba de fiesta en fiesta sin preocuparse del futuro porque tenía el respaldo de la fortuna familiar. Ahora es un tipo en el Medio Oeste, tirado en el sótano de sus padres, jugando al Call of Duty en red con un puñado de jugadores de medio mundo. ¿Será capaz la sociedad americana, como ya hizo en el pasado con otros grupos de población, de ofrecer también a este hombre una opción más atractiva para su vida?