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José García Domínguez

Contra Uber

Uber forma parte del problema, no de la solución.

Las pretendidas bondades de Uber, esa página web valorada en 40.000 millones de dólares por los compradores de sus acciones, suelen ser defendidas por los entusiastas de su causa apelando a tres argumentos recurrentes. De Uber se predica que abarata en grado sumo el coste del transporte urbano, lo que repercutiría en un beneficio innegable para la colectividad. Esa constituye su primera línea de defensa. Pero a ella se le suelen añadir un par más con carácter complementario. Así, la segunda remite a la definitiva modernidad de la ingeniería virtual que ofrece soporte a su modelo de negocio; algo, su vínculo con las novísimas tecnologías de la información, que convertiría en inevitable su pronta implantación en todo el mundo, con independencia de la mayor o menor oposición que pudiera suscitar entre los retrógrados refractarios al progreso y la marcha inexorable de los tiempos. Un tercer argumento, en fin, apela a la supuesta labor de Uber en defensa de los principios de la libre competencia, en la medida en que su irrupción en mercados locales antes regulados de forma monopolística operaría como un súbito catalizador que libera las fuerzas de la oferta y de la demanda en beneficio siempre del consumidor final. Se trata de tres argumentos distintos que, sin embargo, comparten una característica común, pues ocurre que los tres son falsos. Es falso que Uber abarate el precio del transporte de viajeros allí donde se instala. Es falso que Uber represente un ineludible abanderado tecnológico de la modernidad. Y es falso que la implantación de Uber suponga cortapisa alguna a la existencia de monopolios en el sector del transporte de viajeros. Contra lo que pretenden sus hagiógrafos, el coste de un trayecto en un vehículo de Uber entre dos calles de Madrid o Barcelona no es más barato que si se utilizasen los servicios de un taxi para realizar idéntico trayecto. En realidad, el viaje en un vehículo privado asociado a Uber cuesta lo mismo o más que si se realizara en un taxi con licencia. La diferencia estriba en que el vehículo de Uber está siendo subvencionado por todos los contribuyentes españoles, usen o no sus servicios, y el taxi no.

Que Uber no cobre a los usuarios el coste real del servicio que presta no significa que ese coste deje de existir ni que nadie lo asuma. Bien al contrario, existe y cargamos con él el resto de los ciudadanos españoles. Al revés que Uber, un taxista de Madrid o Barcelona provisto de su correspondiente licencia de actividad no se convierte en un parásito para los contribuyentes. Con su vehículo sometido a constantes revisiones técnicas, sus seguros en regla, su capacitación profesional acreditada por las pruebas que dan acceso a un carnet específico, sus regulaciones horarias, sus tarifas oficiales, sus días de descanso obligatorio y sus turnos horarios, amén del valor económico de una licencia que le asegurará una indemnización generosa el día que le toque jubilarse y la traspase, un taxista de Madrid o Barcelona no solo puede mantener dignamente a una familia, sino que también ingresa lo suficiente como para contribuir con sus impuestos a la sostenibilidad de los servicios públicos del Estado que él y los suyos consumirán a lo largo de la vida, desde el colegio de los niños a la sanidad, las pensiones o los servicios sociales. Un conductor de Uber, en cambio, no aporta nada o casi nada a Hacienda por la triste razón de que el precario trabajillo ocasional que le proporciona esa web, una simple chapuza para ir tirando, produce ingresos insuficientes para pagar unos impuestos en concepto de IRPF cuyo importe se aproxime, siquiera de lejos, al coste de esos servicios públicos, de los que también él se beneficia. Un chófer ocasional de Uber que tenga un hijo a su cargo supone un coste anual para la sanidad pública madrileña de unos 820 euros. Y si el hijo está en edad escolar, la factura que soportará la Comunidad de Madrid por su formación reglada en uno de sus centros subirá a otros 4.678 euros adicionales. Y, puesto que los clientes de Uber no pagan ese precio y los chóferes de Uber tampoco reciben ese dinero, es evidente quién sufraga médicos y colegios para la plantilla toda de Uber. Los paga usted, querido lector, con sus tributos.

En cuanto a lo imparable de su expansión, el segundo argumento, dado lo sofisticado de la tecnología que le sirve de soporte, conviene recordar que una tecnología pareja puede usarse para difundir pornografía infantil de pago por las redes. O para vender bombas atómicas a particulares con pagos a través de Pay Pal. Pero yo no conozco a nadie que asegure que eso también es imparable y que, en consecuencia, habría que autorizar cuanto antes tal tipo de comercio. Claro que se puede parar. Por supuesto que se puede parar. Desde Tomás Moro, las utopías todas que crearon los seres humanos estaban localizadas, sin excepción, en el mismo instante del tiempo: el futuro. En cambio, la distopía de Uber propugna un retorno al pasado: su horizonte ideal implicaría volver a principios del siglo XIX, a un mundo en el que el trabajo asalariado aún no conocía la más mínima protección legal. Ninguna. Uber es una máquina del tiempo que solo viaja hacia atrás. Y todo eso, ¿para qué? Obviamente, para tratar de alumbrar un nuevo monopolio, el suyo por más señas. Uber, como toda gran compañía con músculo financiero y poder de mercado, puede permitirse bajar los precios durante el periodo inicial de su implantación en un nuevo país o ciudad para, una vez eliminada la competencia, proceder a maximizar ese mismo precio al modo de todos los monopolios que en el mundo han sido. Si alguien ha confundido a Uber con la Unicef, que se lo haga mirar, como dicen los catalanes. La salida de España del pozo en el que aún está hundida no debe pasar por la uberización de nuestra economía. Como tenemos muchos parados con una muy escasa capacitación académica y profesional, los gobiernos, igual los socialistas que los conservadores, alientan y favorecen por todas las vías a su alcance que se creen puestos de trabajo para personas con esas características. Y la consecuencia es el abandono escolar prematuro para ocupar esos empleos, además de la llamada a la inmigración extracomunitaria de ese mismo perfil socio-profesional. Un círculo vicioso cuya única posible salida exige que dejemos de una vez por todas de aventar la creación de subempleos. Uber forma parte del problema, no de la solución.

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