¿Por qué en el mes de marzo del año diecisiete del siglo XXI los sótanos blindados de la sede central del Banco de España en Madrid están llenos de centenares de lingotes rectangulares de un metal amarillento al que desde muy antiguo hemos dado en llamar oro? La pregunta sería baladí si el valor de la moneda de curso legal que manejamos en España tuviese algún tipo de respaldo procedente de esos centenares de trozos de metal encerrados entre rejas a varios cientos de metros de profundidad en el centro geográfico mismo de la capital del país. Pero, como todo el mundo sabe, no existe ninguna relación, ni jurídica ni tampoco de ningún otro tipo, entre los billetes que guardamos en la cartera para efectuar los pagos de nuestras compras y esos lingotes amarillos escondidos en un angosto subterráneo. Aunque la misma pregunta se podría formular en París, Roma, Londres, Buenos Aires, Washington o Tokio. ¿Por qué el Ejército de los Estados Unidos, la primera potencia del planeta, custodia día y noche los enormes depósitos de oro enclaustrados en las cajas fuertes de Fort Knox, si el dólar, como el euro, también es eso que se llama una moneda fiduciaria? Ya puestos, en vez de pesados trozos de oro, ¿por qué no guardar ahí botellas de Chivas, vinilos de los Beatles o cajitas de caviar del caro? En los años setenta de la centuria pasada tal vez se podría haber justificado esa manía de amontonar oro en sótanos con la excusa de que servía para hacer dientes postizos. Pero hace décadas ya que ni siquiera los malos de los tebeos lucen aquellas muelas falsas tan radiantes.
¿Entonces? La verdad es que no existe ninguna explicación racional a ese fenómeno desconcertante. Absolutamente ninguna. Los bancos centrales almacenan oro en profundas grutas porque sí. Punto. Simplemente, siguen la tradición. Como siempre se había hecho, continúan haciéndolo. La única razón es esa, la inercia. Pero hay algo más tras esa absurda devoción que sigue suscitando el metal llamado oro. Y ese algo no es más que la incomprensión sobre la genuina naturaleza del dinero. Una incomprensión a la que no son ajenos muchos economistas y que se manifiesta en toda su crudeza con fenómenos como, por ejemplo, el del bitcoin, ese llamado dinerovirtual que hace furor ahora mismo entre los devotos de internet. Porque nadie, ni siquiera los más friquis, se tomaría en serio el bitcoin si la economía neoclásica, la dominante, hubiera ofrecido una definición consistente del concepto dinero. Pero en las universidades se sigue enseñando el absurdo de que lo que confiere valor al dinero es la confianza. Un puro razonamiento teleológico que se puede remontar hasta el infinito. Creo que un billete de cinco euros tiene valor porque confío en que se lo podré colocar a alguien que, a su vez, confiará también en él porque creerá igualmente que se lo podrá endosar a un tercero que… Y si todo el asunto se basa en la mera confianza, entonces también pueden ser dinero los billetitos de colorines que vienen en las cajas del Monopoly, los bitcoins o cualquier invento que se le ocurra mañana a alguien en su casa.
Sucede, sin embargo, que no se ha entendido lo que es el dinero. Así, los billetitos del Monopoly, por mucho que alguien confíe en ellos, nunca serán dinero. Y los bitcoins tampoco. Y ello por una razón bien simple, a saber, porque el valor del dinero no se basa en la confianza. Un billete de cinco euros no tiene ningún valor intrínseco, ni objetivo ni subjetivo. Por sí mismo, y al igual que un bitcoin, no vale nada. Entonces, ¿qué es lo que convierte en dinero de verdad al billete de cinco euros, lo que hace que todo el mundo, sin excepción, esté dispuesto a aceptarlo como medio de pago? Pues algo muy simple. Lo que transmuta en dinero de verdad a un billete de cinco euros es una promesa formal del Estado. ¿Qué promesa? La promesa de que será encerrado en la cárcel durante una temporada larga cualquiera que se muestre reticente a pagar sus impuestos en esa moneda y solo en esa moneda, el euro. Es así de crudo: lo que otorga respaldo de valor al dinero son los impuestos. Todo el mundo acepta la moneda oficial del Estado como medio de pago porque todo el mundo la necesita para abonar los impuestos. No es la confianza, es Montoro. Ergo, a partir del día en que el Estado español, a través de su Ministerio de Hacienda, acepte los papelitos del Monopoly o los bitcoins para saldar las deudas tributarias del IRPF o el IVA, improbable día por lo demás, los bitcoins y esos papelitos constituirán dinero. Mientras tanto, y a imagen y semejanza de aquellos bulbos de tulipán que provocaron un delirio especulativo en la Holanda del siglo XVII, el bitcoin seguirá siendo lo que es: una peligrosa fantasía que puede dejar desplumado de la noche a la mañana a más de un pardillo.