"Dentro de doscientos años, cuando América haya obtenido del proteccionismo todo lo que éste puede ofrecerle, también adoptaremos el libre comercio". Esa frase premonitoria la pronunció el decimoctavo presidente de los Estados Unidos, Ulysses Grant, allá por 1877. Así que, de dar crédito a su pronóstico, todavía habrá que esperar medio siglo para que tal cosa ocurra. Mientras tanto, su sucesor actual, Donald Trump, se ha propuesto como objetivo primero demoler la globalización, que viene siendo lo mismo que habría postulado Grant en su día con apenas algún neologismo pretencioso por medio. Que Trump pretende acabar con el libre comercio en tanto que principio filosófico inspirador de los intercambios internacionales comienza a resultar una obviedad a estas horas. Lo que ya no resulta tan evidente, en cambio, es que tal propósito programático constituya, por este orden, una exclusiva extravagancia personal de Trump, un atentado contra los fundamentos teóricos de la ciencia económica y, tercero, una prueba de la presunta ignorancia histórica del nuevo presidente. Ocurre que ninguno de esos tres prejuicios difundidos por la prensa desde que Trump ganó las elecciones se compadece con la verdad. Porque, contra lo que se quiere creer en Europa, las ideas neoproteccionistas que defiende hoy la Casa Blanca no carecen, sino todo lo contrario, de importantes apoyos tanto entre grupos académicos e intelectuales de prestigio como entre la élite empresarial norteamericana. No son chaladuras irreflexivas propias un demagogo indocumentado que habría llegado al poder por casualidad, sino la expresión política de una sólida corriente de pensamiento con muy amplios soportes en el seno del establishment. Pero es que tampoco, tal como acredita el aserto de Grant, entran en contradicción con la tradición nacional norteamericana.
A fin de cuentas, Estados Unidos, al igual que Alemania, solo dejó de ser un país secundario, agrícola y pobre merced al permanente proteccionismo comercial que adoptaron todos sus gobiernos, igual los demócratas que los republicanos, durante la mayor parte de su historia como país independiente. Estados Unidos es hoy lo que es, la primera potencia industrial del mundo, gracias precisamente a su fe histórica en el proteccionismo, querencia que les llevó a mantener uno de los niveles de barreras arancelarias más altos del planeta (un 45% en promedio sobre todos los productos de importación) a lo largo de más de un siglo, desde el acceso a la presidencia de Lincoln hasta el estallido de la Gran Guerra, en 1914. Como tampoco las tesis de Trump, tan refractarias a los lugares comunes dominantes entre la opinión publicada, entran en colisión con lo que establece la teoría económica ortodoxa. Y es que, a la pregunta de si es bueno o malo el libre comercio, así, en abstracto, la ciencia económica no puede ofrecer una respuesta clara, precisa, unívoca e inequívoca. Lo único que puede decir un economista intelectualmente honesto, y da igual que comulgue con ideas políticas liberales o socialistas, es que depende. ¿Y de qué depende? Pues depende de multitud de factores heterogéneos e inconexos a un tiempo. De ahí que para una nación pueda resultar positivo el libre comercio y para otra no. En general, el libre comercio beneficia a algunos grupos sociales y perjudica a otros. Sentado ese principio, no hay nada en el conocimiento económico a nuestro alcance que nos asegure que los perjudicados a corto plazo por el librecambio vayan a salir ganando a la larga. En eso, como en los milagros, se puede creer, pero nadie ha sido capaz de demostrarlo hasta el día de hoy.
No, detrás de Trump no hay una atrabiliaria pandilla de diletantes y friquis sino un equipo provisto de un pensamiento económico muy estructurado y coherente. La gente que ya se ha puesto manos a la obra para destruir el libre mercado global, como Peter Navarro, el cerebro económico de la Casa Blanca, tiene muy claro que no se puede tolerar por más tiempo que China recurra a la manipulación permanente del tipo de cambio de su moneda, al trabajo esclavo de sus súbditos, a la ausencia de toda norma de protección medioambiental, al robo masivo y descarado de la propiedad intelectual de los occidentales y, para colmo, a la acción directa de su gobierno con mil tretas para favorecer a sus empresas frente a la competencia exterior. Y todo ello para inundar los mercados mundiales con manufacturas de ínfima calidad que van destruyendo factorías industriales y puestos de trabajo por cada aduana que atraviesan. Si algo tiene claro el equipo de Trump es que la balanza comercial de un país que se quiera solvente debe de estar equilibrada. A ese respecto, aproximadamente la mitad del actual déficit comercial americano se concentra en únicamente seis países: China, Alemania, México, Japón, Corea del Sur y Canadá. A partir de ya, pues, esos van a ser los seis sospechosos habituales sometidos a permanente vigilancia por la Casa Blanca. No, Ulysses Grant no estaba loco. Y Trump tampoco.