La Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea), uno de los think tanks de mayor relevancia en el análisis de las políticas públicas, acaba de presentar su último informe sobre el sistema de previsión social. Las conclusiones son realmente preocupantes, puesto que, de no introducirse cambios de gran calado, el importe de las pensiones se reducirá en una cuarta parte en menos de dos décadas.
Quienes en estos momentos perciben una pensión pública de 16.000 euros anuales percibirán dentro de 20 años el equivalente a 12.000 euros, descontado el efecto de la inflación. O lo que es lo mismo, pasarán de cobrar mensualmente 1.150 euros a algo menos de 860: un hachazo tremendo que tendrá efectos muy negativos en su nivel de vida.
Los expertos de Fedea incluyen en su informe determinadas propuestas para hacer sostenible un sistema que hace agua por todas partes, especialmente ahora que está a punto de consumir el fondo de reserva establecido por Aznar en 1996. El Gobierno ha de ponerse manos a la obra y adoptar medidas contundentes para que la Seguridad Social pueda seguir haciendo frente a sus compromisos. Ahora bien, lo único que puede preservar las pensiones públicas a medio y largo plazo es una reforma radical que las haga descansar sobre nuevos principios, más sólidos y duraderos.
Como es bien sabido, el sistema vigente es de reparto, es decir, la pensión de los jubilados no proviene de su ahorro sino de las rentas que en el momento actual están generando los trabajadores. Se produce así una sistemática y forzosa transferencia de renta desde la base de la pirámide –los trabajadores– a la cúspide –los jubilados–. Así es como funcionan, de hecho, las famosas estafas piramidales, perseguidas por la ley salvo cuando son utilizadas por los políticos para vaciar el bolsillo de los ciudadanos.
El sistema es disparatado desde un punto de vista teórico, pero ha fascinado siempre a los políticos de todos los partidos, que se han servido de él para hacer propaganda de una supuesta justicia social y caciquismo de la peor especie.
La cuestión de fondo –que nadie se atreve a plantear– es la sustitución del modelo vigente por otro que permita una mejora sustancial de la calidad de vida de los pensionistas, tal y como ya ha sucedido en otros muchos países que han adoptado sistemas basados en la capitalización. De esa manera, el futuro pensionista contaría con su propia hucha como base de su jubilación, sin temer a los vaivenes de la coyuntura política o a los ciclos de la economía, como ocurre ahora.
La segunda consecuencia positiva es que los pensionistas no tendrían nada que agradecer a los políticos del momento, que ya no podrían utilizar una revalorización misérrima de unas pensiones ridículas como herramienta electoralista. Por desgracia para los jubilados españoles, esto es precisamente lo que ningún partido político está dispuesto a tolerar.