Apenas sesenta días después de que MAFO hubiese aterrizado en el Banco de España (marzo de 2006), la asociación de inspectores de esa institución envió una carta al entonces ministro Pedro Solbes denunciando "la pasiva actitud adoptada por los órganos rectores del Banco de España (...) ante el insostenible crecimiento del crédito bancario en España durante los últimos años" y alertando de la necesidad imperiosa de "evitar, en lo posible, que las consecuencias de los errores cometidos por las entidades [crediticias] acaben siendo transferidas, de una manera u otra, a la sociedad en su conjunto". Huelga decir que ni Solbes ni MAFO les hicieron el menor caso. Solo o en compañía de otros, la genuina misión de MAFO al frente del instituto emisor fue endosar a los contribuyentes la factura de las bancarrotas financieras en curso. Así, merced a su impagable ojo clínico, lo dejó todo atado y bien atado para que, pasase lo que pasase en el futuro inmediato, el peso de las quiebras recayera sobre el pueblo soberano.
Si en algún momento se llegasen a nacionalizar las cajas, tal como en efecto ocurrió, el Estado perdería; pero si se optara por no nacionalizarlas, y ahí radicaba la gracia del asunto, el Estado perdería igual. ¿Por qué no dejar caer a aquellos muertos vivientes sin quebranto para el Estado?, se preguntaron algunos inocentes liberales en su momento. Pues por la sencilla razón de que las pérdidas ya le habían sido endosadas mucho antes gracias a la muy generosa liberalidad de MAFO con el dinero del prójimo. Y es que, ante la firme decisión de MAFO de regalar nuestro dinero a los gestores de las cajas en bancarrota, de nada serviría aquella cláusula del Real Decreto Ley 7/2008, de 13 de Octubre que de modo expreso permitía excluir de sus beneficios a las entidades de crédito que el regulador, o sea el gobernador del Banco de España, o sea MAFO, estimara oportuno. Pero lo único que estimó oportuno MAFO fue tirar el dinero de los contribuyentes a la basura. Los ciudadanos, hubiera o no rescate, estábamos condenados a pagar el estropicio de Bankia porque, solo o en compañía de otros, MAFO así lo había decidido.
No se olvide que fue el Ejecutivo de Zapatero quien, a través del decreto citado, ordenó socializar las pérdidas presentes y futuras de la banca. Un asunto bien sencillo, por lo demás. El Estado, vía esa norma, otorgaba su precioso aval para que las entidades de crédito emitiesen títulos de deuda destinados a ser comercializados, sobre todo, en los mercados internacionales. En consecuencia, si la entidad en cuestión se iba a pique sería el Estado español quien cargase con la obligación de devolver el dinero a sus acreedores. Gracias a MAFO, pues, toda la porquería que figuraba oculta en el balance de Bankia un segundo antes de la quiebra ya estaba garantizada por el bolsillo de los contribuyentes. Tan tarde como en 2010, Bankia emitió deuda corporativa por un monto no grande, no enorme, no extraordinario, no asombroso, sino simplemente sideral: nada más y nada menos que 31.406.000.000 euros. MAFO, por supuesto, pudo imponer todos los requisitos de solvencia que considerase oportunos antes de prestar su aval a operación tan temeraria para la sostenibilidad misma de las cuentas del Estado. Pero, ¡ay!, el caballero no lo consideró oportuno. Sencillamente, no le dio la gana. ¿Solo o en compañía de otros?