El gremio de la estiba está en pie de guerra por la liberalización de su sector que pretende llevar a cabo el Ministerio de Fomento. Los sindicatos ya han convocado tres días de paros parciales para finales de febrero, pero las empresas del ramo denuncian que el conflicto laboral ya ha estallado y que los estibadores han iniciado una serie de "huelgas ilegales encubiertas y selectivas" que están ralentizando las operaciones de carga y descarga de mercancía en los puertos.
No se trata de un asunto menor. La actividad portuaria es clave para el conjunto de la economía nacional, ya que buena parte de las exportaciones y de las importaciones se realiza por vía marítima; de modo que su paralización, parcial o total, puede causar ingentes pérdidas, no solo para los operadores de carga y descarga, sino para multitud de empresas cuyo negocio depende del comercio exterior.
Más allá de los negativos efectos que pueda tener esta huelga, la cuestión es que la privilegiada posición de los estibadores no tiene defensa posible. La estiba es la única profesión donde no rige el principio básico de libertad de contratación. El suyo es un sistema único en el ámbito de la UE, por el cual las empresas que operan en los puertos públicos están obligadas a contratar a un reducido y exclusivo grupo de 6.150 estibadores, pertenecientes a las denominadas sociedades de gestión de trabajadores portuarios (Sagep). La estiba funciona, pues, como un monopolio absolutamente arcaico, injusto y contraproducente.
Arcaico, porque el modelo vigente es herencia directa de la época franquista y está a años luz del existente en el reto de los países europeos. Injusto, porque, gracias a su mantenimiento, este gremio goza de ciertas prebendas que han ido derivando en el cobro de sueldos desproporcionados –con casi 70.000 euros al año de media y más de 100.000 en numerosos casos–, muy superiores a los del mercado. Es un gremio por lo demás endogámico, en el que abunda el enchufismo. Las consecuencias de todo esto las pagan otros trabajadores, puesto que las empresas no pueden contratar a quien quieran, de modo que se prohíbe y restringe el acceso a terceros para favorecer a los que ya están dentro. Por último, pero no menos importante, se trata de un sistema contraproducente porque los elevados costes de la estiba lastran la competitividad de los puertos, lo que por cierto daña al grueso de la economía nacional.
La necesaria liberalización del sector permitiría crear 18.000 nuevos puestos de trabajo e impulsar el crecimiento del PIB en cerca de 2.400 millones de euros al año, según las estimaciones de la consultora PwC. Los estibadores, como antaño los controladores aéreos, simplemente no tienen razón. Y quienes les defienden deberían recordar que el blindaje de esta profesión perjudica a todos aquellos trabajadores que, pudiendo tener la misma capacitación, no pueden desarrollar esa labor por culpa de dicho monopolio gremial.
Por cierto: la reforma que plantea Fomento no deriva de una decisión gubernamental, sino del cumplimiento de una sentencia del Tribunal de Justicia de la UE, que en 2014 decretó que el funcionamiento de la estiba española era contrario a la legislación comunitaria. El retraso en su aplicación ya se ha traducido en una multa de más de 20 millones de euros al Estado, cuya factura pagarán todos los contribuyentes.
Es triste que haya tenido que ser la UE y no el Gobierno quien haya puesto fin a este despropósito; pero ahora que Fomento se ha decidido a hacer justicia, solo cabe esperar que se mantenga firme en su intención de liberalizar esta profesión, adoptando de paso las medidas necesarias para que la huelga no cause daños severos a la economía.