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José García Domínguez

El rescate de la banca privada

¿Que cuánto nos estamos jugando en esa apuesta? Céntimo arriba, céntimo abajo, unos 40.000 millones de euros. Suma y sigue.

Ahora que se habla de promover una investigación parlamentaria –a buenas horas, mangas verdes– sobre el asunto de las cajas de ahorros, recuerdo que algunos doctrinarios postularon en su día que, en nombre de los principios del libre mercado, se dejase quebrar a las lastradas por el cemento y la herrumbre de la burbuja. Los pobres no sabían de la misa la mitad. Porque ese piadoso eufemismo, el llamado rescate, nos ha costado (de momento) la fortuna que ayer recordó el Tribunal de Cuentas, 60.718 millones de euros, 1.305 por barba. Pero dejar que quebrasen nos hubiera supuesto idéntico sablazo solidario a los contribuyentes. Contra lo que creen los ingenuos, no nos habríamos ahorrado nada, ni un mísero euro, si el Gobierno del PP las hubiese dejado caer. Y es que, desde mucho tiempo atrás, estábamos condenados a pagar el pato pasase lo que pasase. Hubiera o no un rescate formal, que eso era lo de menos, ya se las habían ingeniado para que las minusvalías del sistema financiero tras el festín del ladrillo recayesen sobre el pueblo soberano. Y, por cierto, fue un Ejecutivo socialista, con el Bobo Solemne dirigiendo aún la orquesta, quien hizo posible ese obsceno tocomocho preventivo.

Por más señas, el timo de la estampita financiera llegó al BOE mediante el Real Decreto Ley 7/2008, de 13 de Octubre. A través de de esa norma, el Estado regalaba su muy generoso aval para que las entidades de crédito pudiesen emitir títulos de deuda en los mercados. A partir de ese instante, pues, si el banco o caja en cuestión quebraba, sería el Estado quien cargase con la obligación de reembolsar el dinero a sus tenedores internacionales. Dicho de otro modo: toda la basura, absolutamente toda la basura que figuraba en los balances de las cajas en el instante de la quiebra ya estaba garantizada por el Estado. Ergo, hubiéramos pagado esos 1.305 euros por barba sí o sí, en cualquier caso. Por cierto, aquellos cándidos doctrinarios eran los mismos que pensaban que esas cosas, la socialización forzosa de las pérdidas, solo ocurren con el sector público. También ignoraban que la banca privada asimismo ha sido blindada contra las contingencias del libre mercado por una vía similar a la de las cajas: los avales públicos. La gente (perdón por la palabra) no lo sabe, y los diputados que la representan en el Congreso tampoco, pero lo cierto es que, a fecha de hoy, el accionista mayoritario de la banca privada española, con cerca de un 40% de su capital, es el Estado.

Eso sí, es un accionista muy peculiar, pues su participación en el capital de la banca solo le da derecho a cargar con las pérdidas cuando se produzcan, en ningún caso con los beneficios. El socio ideal con que todos soñamos. La gente (perdón otra vez) no sabe qué son los activos fiscales diferidos, y sus diputados tampoco. Pero, sobre todo, lo que no saben es que los han avalado con el dinero de sus impuestos. Aunque parezca increíble, los bancos europeos han estado contabilizando como parte de su capital propio la esperanza (medida en euros) de las hipotéticas desgravaciones fiscales que podrían obtener en el futuro. Sí, lector, lo ha entendido bien: contabilizaban la expectativa de no pagar algún impuesto en el futuro como parte del capital presente del banco. Si, por la razón que sea, creo que me podré desgravar 1.000 euros en el Impuesto de Sociedades de dentro de tres años, esos 1.000 euros ficticios e inexistentes los voy a contabilizar como parte del capital actual de mi banco. Hasta Basilea III, tal práctica contable no solo era legal sino que constituía la rutina cotidiana de la banca privada. Y eso es lo que, al final, hemos tenido que avalar entre todos. ¿Que cuánto nos estamos jugando en esa apuesta? Céntimo arriba, céntimo abajo, unos 40.000 millones de euros. Suma y sigue.

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