Con los objetivos, llamémosles filosóficos, que inspiran la política económica del Partido Popular, grosso modo los mismos que comparte con el PSOE y sus otros apéndices parlamentarios, ocurre aquello que se decía de los dioses griegos, los que castigaban a los hombres por la vía de hacer realidad sus deseos. Así, la obsesión recurrente de nuestros gobernantes desde hace un par de décadas, igual los de la derecha que los de la izquierda, ha sido generar todas las condiciones posibles para que se crease empleo barato en España. La enésima reforma laboral, con su priorización de los convenios de empresa sobre los de sector y la muy notable reducción del precio del despido, no tenía más objetivo que ese: forzar la caída de los sueldos para, de ese modo, hacer más atractiva la contratación a ojos de los empresarios.
Y lo cierto es que esa prioridad transversal de nuestras élites rectoras ha obtenido un éxito notable. Al punto de que, a día de hoy, España pueda alardear de ser el Estado miembro de la Unión Europea que más empleos baratos, precarios y de ínfima productividad ha generado en su territorio, y con diferencia. Simplemente, nos lo propusimos y lo conseguimos. El problema, tal como la ministra Dolors Montserrat acaba de descubrir, es que todos esos empleos retribuidos con cuatro perras llevan asociada una productividad laboral que tampoco vale mucho más que las cuatro perras que se pagan por ellos. Y de ahí el círculo vicioso en que estamos atrapados como país: baja productividad es sinónimo de bajos salarios; bajos salarios es sinónimo de bajas cotizaciones a la Seguridad Social; y bajas cotizaciones a la Seguridad Social es sinónimo de que ni tan siquiera nuestro muy raquítico Estado del Bienestar resulta sostenible a corto plazo.
Y como eso, el entusiasmo de Gobierno y Oposición para seguir alumbrando miles y miles de trabajillos de cuatro perras, no parece que tenga remedio, la única vía para evitar que quiebre la Seguridad Social tendrá que ser la de acabar con el universalismo en el acceso a las prestaciones públicas, lo que en forma de globo sonda acaba de anunciar la ministra Montserrat. Algo que acaso suponga un parche para afrontar un problema económico por lo demás insoluble pero que, más pronto que tarde, está llamado a crear un problema político. El universalismo, que los ricos y las clases medias también se pudiesen beneficiar de modo gratuito de las prestaciones del Estado del Bienestar, fue la medida más inteligente de los socialdemócratas europeos que crearon el modelo en la posguerra. De ahí el gran consenso social en torno al sistema, un consenso interclasista que ha durado hasta hoy mismo. Hacer depender los beneficios de la renta, la fórmula alternativa que, si bien tímidamente, se va abriendo camino, solo puede llevar a una revuelta de las clases medias, que son las que arrostran la mayor carga fiscal, al sentirse excluidas de un sistema que ellas pagarían a escote a cambio de nada. Todo un caramelo en dulce para el populismo de extrema derecha que, un día u otro, también acabará aterrizando en España.