Antes de siquiera pisar la Casa Blanca, Trump ya semeja dispuesto a iniciar una guerra comercial con China. Decisiones de política económica en apariencia irracionales, como esa misma que deja entrever Trump, únicamente se pueden comprender si se repara en la profunda diferencia de raíz que separa al oficio de los contables del de los economistas. Y es que los buenos economistas son aquellos que nunca confunden la economía con la contabilidad. He ahí la razón de que haya tan pocos. Así, para un contable, la hostilidad manifiesta del presidente electo hacia el gigante chino carece de cualquier sentido económico. Desde su muy acotada perspectiva, que no es otra que la del libro del debe y el haber, dificultar los intercambios comerciales mediante algún tipo de legislación ad hoc, justo lo que sin mayor dilación se propone hacer Trump, solo puede repercutir en una pérdida recíproca para ambos países. Algo tan absurdo como contraproducente.
Y, sin embargo, Trump, que no es estúpido ni contable, se dispone a proceder justamente de ese modo. Lo que no logran entender los contables es que el llamado gasto social supone un elemento fundamental para que el capitalismo se legitime entre la mayoría de la población, permitiendo con ello su pervivencia misma merced al consenso político generalizado en torno a la democracia liberal y su corolario, la economía de mercado. El gasto social no es más que el precio a pagar por ese consenso. Y, a fin de cuentas, los dos grandes ejes programáticos que definen la estrategia económica de Trump, tanto el plan inequívocamente keynesiano de inversiones en infraestructuras como la beligerancia activa contra China para frenar la competencia que suponen sus exportaciones en el mercado doméstico norteamericano, son justamente eso: gasto social indirecto. Lo que no hay manera de que acaben de comprender los contables es que, en última instancia, la economía no es un problema de debe y haber sino de legitimación social y política de la institución del mercado. De hecho, los desastres todos que desde 2008 arrostran tanto Estados Unidos como Europa tienen su origen primero en ese insoslayable imperativo legitimador.
Los bajos tipos de interés hipotecarios fijados de forma permanente por el Gobierno y la Reserva Federal en Estados Unidos, el factor desencadenante de la gran fiebre de especulación financiera que llevó a la quiebra de Wall Street en 2008, una de las causas principales de la Gran Recesión en Occidente, se establecieron en su día no por la necedad personal de Greenspan o de Bush sino para evitar la tensión social que, de otro modo, podrían haber provocado los crónicos salarios estancados dentro de Estados Unidos. Legitimación otra vez, eso que los contables nunca entienden. Un remedio, con el tiempo se vio, infinitamente peor que la enfermedad. Como el de Trump, por cierto. Porque si Trump obliga a China a revaluar el renminbi, y eso es lo que parece, además de fijar aranceles y contingentes a sus exportaciones, y eso es lo que también parece, la inmensa burbuja financiera que ha cebado Pekín desde 2008, descomunal castillo de naipes que nada tiene que envidiar a aquel otro de Lehman Brothers y compañía, puede reventar en cualquier momento. ¿Las consecuencias? Mejor no pensarlo.