La tentación primera, la instintiva, es considerar que todos esos obreros industriales de mediana edad y escasa formación reglada, los que están virando en masa hacia la extrema derecha a ambas orillas del Atlántico, son estúpidos; carne de cañón en manos de los demagogos de turno que los manipularían y engañarían a su antojo, quién sabe con qué intereses espurios. Pero lo cierto es que, tanto entre los cuellos azules que acaban de votar a Trump como entre sus iguales ingleses o franceses que llevan lustros encuadrados en las filas del Frente Nacional y del UKIP, lo más destacable de sus respectivas orientaciones partidarias es la definitiva racionalidad de la elección. A fin de cuentas, si algo comparten Trump, Le Pen, Farage y el resto de los llamados populistas es el repudio militante tanto de la hiperglobalización como de su corolario sociológico más visible, las migraciones hacia Occidente de grandes grupos de población oriundos de otras latitudes. Y si algo perjudica objetivamente a ese muy preciso segmento es justo lo mismo: la hiperglobalización y los asentamientos en sus respectivas comunidades locales de inmigrantes poco cualificados procedentes de países en desarrollo. Que no se pueda decir en voz alta no significa que el aserto ande en absoluto lejos de la verdad.
Las tres décadas transcurridas desde la caída del Muro de Berlín y el consiguiente inicio de la segunda gran oleada globalizadora (la primera se gestó a finales del XIX y encontraría un final abrupto con el estallido de la Gran Guerra en 1914) ya nos ofrecen una perspectiva suficiente para constatar que la integración de los mercados a escala mundial esboza un más que inquietante resultado ambiguo. Hay ganadores netos, sí, pero también hay perdedores netos. La hiperglobalización está beneficiando a los ricos en todas partes; a los ricos de los países ricos y a los ricos de los países pobres, pues todos ellos disponen ahora de mano de obra mucho más barata y abundante que nunca antes. También beneficia, y mucho, muchísimo, a los pobres de los países pobres, que han visto subir sus niveles de vida sin interrupción a lo largo de los seis últimos lustros; China e India encarnan el paradigma de ese evidente proceso de mejora colectiva.
Pero durante ese lapso no ha ocurrido otro tanto, sino lo contrario, con los pobres de los países ricos, igual los europeos que los norteamericanos; esas clases bajas y medias bajas de Occidente que, año tras año, asisten consternadas al declive de sus ingresos por mor de las deslocalizaciones fabriles con destino Asia y el parejo estancamiento de la franja inferior de los salarios, el inmediato efecto de la competencia en el mercado laboral doméstico de la novísima mano de obra importada. No, no son estúpidos ni carne de cañón. Al revés, saben cuáles son sus intereses y apoyan en las urnas al que se comprometa a defenderlos. Ese Trump, y sobre todo lo que hay detrás de ese Trump, es la enésima prueba de que Fukuyama estaba equivocado: la Historia no llegó a su definitivo final feliz con la desaparición del comunismo y la ulterior hegemonía momentánea del capitalismo en su variante anglosajona, individualista y democrática. La Historia, desengañémonos, ha vuelto por sus fueros. Esto no ha hecho nada más que empezar.