El asunto no es nuevo, aunque reverdece secuencialmente, emergiendo del letargo de mano de alguna autoridad que, amante de la regulación y, más aún, de la intervención, busca de entre los entresijos de la historia aquellas oportunidades que le permitan cumplir su vocación: intervenir, refugiada en el poder del Supraestado.
Me refiero a la República de Irlanda y su Impuesto de Sociedades principalmente, de un lado, y a la Unión Europea y Pierre Moscovici, comisario de Asuntos Económicos y Financieros, Fiscalidad y Aduanas, de otro. Es cierto que el hombre es él y su circunstancia, y que en ocasiones la circunstancia tiene un peso demasiado alto para que a quien nació en un país amante de la presencia de la Administración hasta en los lugares más íntimos no se le pueda pedir que se libere de semejante carga.
Aún así, conviene tener presente un principio de lo justo, cuya ausencia descalifica por entero a la autoridad pública, tanto más cuanto más relevante sea, y más notoria su función. No me cabe duda de que el comisario tiene claro que no es justo discriminar entre iguales a la hora de juzgar o aplicar una norma; pero no estoy tan seguro de que tenga igualmente claro el otro principio, parejo, de que tampoco es justo tratar igualmente a los que realmente son desiguales.
Fue este segundo principio el que condujo a no optar por la igualdad fiscal y sí por la armonización, para que países diferentes en casi todo (en tecnología, en productividad, en disponibilidad de factores, en abundancia de fuentes energéticas, etc.) pudieran vivir armónicamente, en una comunidad que, aunque alejada del punto de arribada, aspira a devenir unión económica, política y social.
¿Por qué entonces esa presión por la homogeneidad del Impuesto de Sociedades en Irlanda? Soy un ferviente partidario de la implantación de la disciplina presupuestaria, con fuertes sanciones en caso de incumplimiento, pero el cómo se alcance ésta hay que dejarlo a cada país, para que decida según sus preferencias. Comprendo que también a los gobiernos nacionales les gusta eso de cuanto más gasto público, mejor; pero ese principio no está consagrado, por el momento, en doctrina alguna.
Dicho de otro modo: ¿somos más felices los españoles cuando el sector público gasta el 45% del PIB (2014) que cuando gastó el 38% (2005)? El aumento del gasto público en ochenta mil millones de euros entre 2015 y 2006, ¿ha incrementado el bienestar? ¿Por qué renunciar en fiscalidad al principio de competencia, base de la Unión, sustituyéndolo por el de armonización o el de homogeneidad? Bien es cierto que tampoco el de la competencia se cumple en todos los mercados.
Hay que dar a la Unión lo que es propio de la Unión y dejar a los Estados lo que a ellos corresponde. De lo contrario, los casos de exit se multiplicarán, sin solución.