Por una vez me voy a poner en modo arbitrista. La situación actual de las pensiones de jubilación no es que parezca difícil, resulta desesperada. Las soluciones que apuntan unos y otros se me antojan inanes. En la práctica se reducen a más impuestos, lo que termina agravando el problema. Muchos contribuyentes logran trasladar una parte de los impuestos sobre sus respectivos clientes. Los jubilados carecen de tal capacidad.
No es cuestión de poner nada sobre la mesa, sino de pensar. La clave está en el monstruoso derroche de recursos humanos que significa la jubilación forzosa a una edad, normalmente 65 años. Aunque se subiera ese límite etáneo (que se puso hace más de un siglo), la situación sería básicamente la misma. El hecho es que son millones los jubilados legalmente que podrían seguir trabajando y, por tanto, cotizar al fondo de pensiones en lugar de cobrar. No entiendo por qué hay que aprovechar la capacidad laboral de los discapacitados (una buena medida) y no la de las personas mayores de 65 años.
Bien es verdad que sería insensible obligar a trabajar más allá de los 65 años u otro límite cercano. Hágase lo siguiente. A partir de esa edad convencional uno podría jubilarse voluntariamente con el 80% de la pensión que le correspondiera o con porcentajes variables, según las circunstancias familiares. Pero la jubilación forzosa se produciría a cualquier edad solo por prescripción médica, es decir, cuando el sujeto no pudiera desempeñar sus tareas habituales por razones de salud o de conveniencia familiar. No debemos encastillarnos en el automatismo de los 65 años, dado el aumento de la longevidad y la mejora de las condiciones de salud.
La ampliación de los años de trabajo debe hacerse ajustando las tareas a las capacidades. Es claro que un conductor de autobús no debería seguir con esa función más allá de cierta edad, pero bien podría encargarse de otras labores administrativas, de formación o de inspección. Por cierto, dentro de unos lustros nos parecerá normal que circulen autobuses sin conductor.
Me adelanto a la crítica fácil que pudiera suscitar mi comentario. El fin de la jubilación forzosa por edad no tiene por qué repercutir en más desempleo para los jóvenes. El número de empleos de una población no es una cantidad fija; se amplía o se contrae según el estado de las artes en cada momento. Hay que añadir una cautela. Los empleos como tales no tienen por qué ser vitalicios, incluidos los de los funcionarios por oposición. Hay que perder el miedo a los empleos temporales, que cada vez serán más frecuentes en una sociedad dinámica. Un empleo temporal o a media jornada no tiene por qué ser precario.
Tampoco hay que someterse a la inexorabilidad de las leyes demográficas. En el mundo al que vamos, cada vez serán más nutridos los movimientos migratorios. En un país como España, hay que esperar la llegada de millones de inmigrantes extranjeros, aunque también emigrarán a otros países cientos de miles de nativos. La riqueza de un país resulta proporcional a la suma de esos dos flujos de población, no al saldo migratorio.
A diferencia de otras reformas políticas (las que ahora se jalean), esta que propongo posee una virtud: no supone una subida de impuestos. Al final, el problema de las pensiones se resuelve con un sostenido aumento de la productividad. Pero esa es otra historia, en la que intervienen la calidad de la enseñanza y las ganas de trabajar del personal. Ahí le duele.