El déficit de la Seguridad Social superó en 2015 los 16.000 millones de euros: es la peor cifra jamás registrada, y la de este año será aún peor. Además, el Fondo de Reserva, conocido popularmente como "la hucha de las pensiones", ha pasado de los 67.000 millones de euros de 2011 a los 25.000 de la actualidad, por la crisis y el aumento del paro y por razones demográficas. A este ritmo, la hucha de las pensiones, a la que tendrá que recurrir el Gobierno para abonar las pagas extras semestrales, dado que el sistema no cuenta con ingresos suficientes, habrá desaparecido en diciembre de 2017. Así lo atestiguan las propias previsiones que acaba de enviar a Bruselas el Gobierno en funciones, peores que las anunciadas anteriormente.
A nadie debería sorprender esta alarmante noticia, y menos aun cabe pensar que se trata sólo de una crisis coyuntural y pasajera. El sistema público de reparto en que se basan las pensiones de la Seguridad Social sigue el mismo esquema que cualquier fraude piramidal, pues el dinero que aportan los nuevos cotizantes se utiliza para pagar a los que abandonan el sistema. Si deja de entrar gente en número suficiente, no hay dinero con que pagar a los que salen, ya que el dinero que estos aportaron en su día no está invertido en nada, sino que se utilizó para pagar a los que salían del sistema en ese momento. El progresivo envejecimiento de la población y la pérdida de cotizantes como consecuencia de la menor natalidad y del paro están acelerando una insostenibilidad de principio.
Ante esta realidad, proponer nuevamente como solución el aumento de la edad de jubilación, la elevación del número mínimo de años que hay que cotizar para acceder a la pensión o la ampliación del periodo de cálculo de las pensiones hasta llegar a toda la vida laboral no es más que generar nuevos perjuicios –por no llamarlos fraudes– para hacer sostenible un sistema absolutamente liberticida e ineficiente. Estas soluciones no son de naturaleza distinta a la de reducir progresivamente la cuantía de la pensión hasta aproximarla a cero. ¿Qué sistema de protección social es éste cuya sostenibilidad depende inexorablemente de infligir sucesivos perjuicios a sus supuestos beneficiarios?
La verdadera solución no pasa por salvar el sistema público de reparto a costa de los contribuyentes y de los pensionistas, sino acometer, tal y como proponía en Libertad Digital hace escasos días José Piñera, una transición ordenada, paulatina y consensuada a un sistema competitivo de capitalización individual. A diferencia del actual y obligatorio modelo colectivista de reparto, el de capitalización individual nada tiene que ver con los fraudes piramidales. El dinero que un contribuyente –mejor dicho, cliente– aporta a su plan de pensiones no es utilizado por las entidades financieras para pagar las pensiones a sus clientes ya jubilados, sino que está a su nombre, invertido en lo que él elige, y el día en que se jubile su pensión procederá de ese dinero que ha ido aportando durante su vida laboral, más los rendimientos que haya generado.
Es evidente, sin embargo, que la clase política prefiere seguir haciendo el avestruz antes que tomar medidas de calado que requieren mucha pedagogía y sentido de la responsabilidad. Propuestas como sacar de la Seguridad Social las pensiones de viudedad y orfandad para que sean costeadas por impuestos y no por cotizaciones no son más que nuevos parches destinados a desplazar de un hombro a otro el peso de este sistema ineficiente. Claro que todavía es más irresponsable el proyecto de ley que hace unos días proponían los 178 diputados de PSOE, Podemos, ERC, PNV y Grupo Mixto para elevar sin más la cuantía de las pensiones, al menos, lo que suba el IPC.
Es evidente que sin una reforma estructural destinada a transitar desde un sistema de reparto a uno de capitalización y ahorro individual, todo incremento de las pensiones conducirá no a solucionar sino a agravar el problema.