En 2013, hubo 767 millones de personas en situación de pobreza extrema en el planeta, según los últimos datos del Banco Mundial, considerada como vivir con menos de 1,9 dólares al día. Todavía es una realidad terrible, pero es una excelente noticia si lo comparamos con el mismo dato en 1990, cuando se situaba en 1.850 millones de personas.
Hay que considerar, además, que en este periodo la población mundial ha aumentado considerablemente, de 5.283 a 7.176 millones en 2013. Es decir, no solo hay menos pobres sino que la población es un 36% mayor que en 1990. De este modo, la tasa de pobreza extrema se ha desplomado desde el 35% a tan sólo al 10,7% de la población total.
Si se desagregan estos datos por regiones, es evidente que el descenso de la extrema pobreza ha afectado con especial intensidad al Este de Asia y el Pacifico, que ha logrado llevar su tasa de extrema pobreza del 60% (la mayor de entre todas las regiones en 1990), a un 3,5% en 2013, rivalizando ya con Europa del Este y Asia central (2,3%) o América Latina y el Caribe (5,4%), pese a que estas dos últimas regiones partían de situaciones mucho mejores en 1990, registrando entonces tasas por debajo del 20%.
Así, si Asía y el Pacifico ha sido la región que más ha contribuido a esta reducción global de la pobreza extrema, África ha sido la que ha registrado los resultados más desalentadores, pues, si bien ha reducido su tasa de pobreza en 10 puntos durante este período, es una reducción modesta comparada a la acometida por los países asiáticos.
La extrema pobreza no ha sido lo único que ha menguado en las últimas décadas. La creciente riqueza que acumulan grandes potencias superpobladas como China e India también ha permitido reducir la distancia de renta que les separaba de los países más ricos e industrializados de Occidente, dando como resultado un fuerte descenso de la desigualdad global.
Aún así, pese a que la desigualdad global se reduce, es igualmente cierto que la desigualdad existente en China e India ha crecido dentro de sus fronteras, lo cual contradice la extendida idea de que una mayor desigualdad implica necesariamente un incremento de la pobreza. Simplemente, no es cierto: la desigualdad puede crecer al tiempo que la pobreza cae y viceversa -la igualdad puede aumentar y, sin embargo, el país empobrecerse-.