La reciente resolución que adoptó el Tribunal de Justicia de la UE sobre la no discriminación entre trabajadores fijos y temporales a la hora de cobrar la indemnización por despido ha generado una inmensa polvareda política y mediática, cuya densidad, además de desvirtuar la realidad, impide ver el auténtico y más importante problema económico que sigue sufriendo España: el paro.
Sindicatos y partidos de la oposición aprovecharon el confuso y ambiguo dictamen comunitario para reclamar de inmediato un cambio legislativo con el fin de equiparar la indemnización de los temporales a la de los contratos fijos, propiciando así un sustancial encarecimiento de los costes laborales. Sin embargo, tal y como acaba de matizar el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, dicho cambio tan sólo puede afectar a los trabajadores interinos cuyos contratos no contemplen una fecha de extinción determinada, puesto que, en la práctica, desempeñarían un puesto similar al de un fijo. El problema de fondo es que los jueces europeos parecen no distinguir entre lo que es una extinción de contrato y un despido, ya que en este último caso todos los trabajadores, temporales e indefinidos, ya cuentan con idéntica indemnización.
Pese a ello, todo apunta a que esta polémica será aprovechada por partidos y sindicatos para impulsar una nueva reforma para tratar de encarecer el despido. De llevarse a cabo, se trataría de un enorme y costoso error, cuyas consecuencias pagarán, una vez más, todos los españoles, especialmente los más desfavorecidos. Lo último que necesita España es elevar una indemnización por despido cuyo coste se sitúa entre los más altos del mundo. De hecho, la solución tampoco radica en implantar un contrato único que, si bien podría resultar positiva en varios aspectos, no resuelve el problema de fondo. La receta a aplicar, por el contrario, consiste en mayor libertad laboral y económica.
La economía nacional contaba hasta hace poco con una de las normativas laborales más rígidas, arcaicas y retrógradas del conjunto de países desarrollados, razón por la cual la tasa media de paro ronda el 17% desde hace cerca de 30 años. La reforma laboral que aprobó el PP en 2012 supuso una mejora muy sustancial en este ámbito, ya que redujo el coste del despido y priorizó los convenios de empresa sobre los anquilosados convenios colectivos, cuyas condiciones negociaban a puerta cerrada un reducido y privilegiado grupo de sindicalistas y patronales. Los resultados saltan a la vista. España pasó de destruir más de 3 millones de puestos de trabajo a crear algo más de 1,5 millones. Pero, por desgracia, esta medida resulta todavía insuficiente para acabar con la lacra del paro. La rigidez laboral, aunque menor que antes, continúa siendo elevada, a diferencia de otras economías ricas, donde la tasa de paro es casi residual.
El PIB crece a un ritmo del 3% anual, el turismo no deje de registrar cifras récord y las exportaciones se comportan de forma excepcional, pero aún así el índice de desempleo baja de forma lenta e irregular. Más allá de que el modelo productivo sea mejorable o que el sistema educativo siga sin funcionar correctamente, es evidente que la principal traba para la creación de empleo es la legislación laboral. La rigidez no ha funcionado, ya que ha condenado a los españoles a tasas de paro tercermundistas durante décadas. Ya es hora de mirar hacia adelante y abrazar la modernidad que existe en otros muchos países del centro y norte de Europa, y cuyo secreto no es otro que la libertad laboral. Lo importante no es la mayor o menor indemnización que cobra el trabajador tras ser despedido, sino la existencia de empleo suficiente para que, en tal caso, esa persona pueda encontrar trabajo al día siguiente.