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El brexit, la fantasía escapista de ese populismo conservador inglés que aún no se ha curado de la nostalgia del imperio y su altiva soberanía perdida, no es nada más que eso: una fantasía quimérica, el sueño imposible de recuperar un tiempo histórico que ya nunca volverá. En todas partes, huelga decir que en Europa sobre todo, la soberanía, el atributo más preciado de ese artrítico invento decimonónico, el Estado-nación, simplemente ha dejado de existir. Y ha dejado de existir para siempre. Aunque los británicos parecen ser los últimos que aún no han acusado recibo del asunto. Tal vez porque nadie les ha explicado que poco importa en realidad lo que voten en el referéndum de dentro de un par de meses. Y es que, decidan quedarse en la Unión u opten por abandonarla, nada sustantivo cambiará. Ni para ellos ni tampoco para el resto de Europa. Los ingleses todavía no lo saben, pero la cruda verdad es que no pueden irse. Sencillamente, no pueden. Y si a ellos les está vedado hacerlo, entonces no puede nadie.

Vive en la Luna quien barrunte, como esos toscos ingenuos del UKIP y su iguales entre los tories, que sería factible para el Reino Unido largarse dando un portazo para, acto seguido, negociar un tratado bilateral con la UE que los librase de cargar con todos esos incordios presupuestarios y reguladores tan propios de Bruselas. Repárese, si no, en los casos de Noruega y Suiza, dos países que, pese a ser inmensamente ricos, no pueden permitirse el lujo de dar la espalda a los reglamentos, financiación y mandatos de la Unión Europea, club al que, en teoría, no pertenecen. Quien quiera suscribir un acuerdo comercial con la Unión Europea, le guste o no, tiene que pasar por ese aro. Un aro que implica para suizos y noruegos la obligación inexcusable de cumplir todos los reglamentos comunitarios por mucho que sus respectivos países no sean miembros formales de la Unión. Si quieren vender una escoba dentro del territorio de la UE, tienen que hacerlo. Son lentejas.

Pero no solo eso. También tienen la obligación no menos inexcusable de incorporar a su legislación nacional interna todas las leyes pertinentes de la Unión. Eso significa que, opinen lo que opinen al respecto los habitantes de la muy orgullosa y soberana Suiza, su país está obligado a aceptar, por ejemplo, la entrada sin ninguna restricción de todos los inmigrantes procedentes de la Unión Europea que deseen atravesar su frontera. Si eso se hace hoy con Suiza, que no pertenece a la Unión Europea, también se haría mañana, y exactamente igual, con un Reino Unido que optase por el brexit. Y no se piense que acaba ahí la cosa. Porque hay más, mucho más. Por ejemplo, todo aquel que quiera vender una escoba dentro del territorio de la Unión sin pagar aranceles tiene que pasar por caja. De ahí que lo habitantes de Noruega vengan haciendo una aportación anual al presupuesto de la Unión Europea prácticamente igual a la que realizar los ciudadanos del Reino Unido. En concreto, cada contribuyente noruego aporta (por lo de la escoba) unas 106 libras esterlinas anuales a Bruselas; los británicos pagan poco, muy poco más, unas 128 libras per capita. Grosso modo, sale por lo mismo estar dentro o fuera. Pierdan toda esperanza, pues, los euroescépticos. Como en el Infierno, no hay escapatoria.

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