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José García Domínguez

La maldición del mileurismo

La Seguridad Social, su capítulo de pensiones, avanza con paso firme hacia la quiebra.

La Seguridad Social, su capítulo de pensiones, avanza con paso firme hacia la quiebra. Algo que, de seguir las cosas de la demografía a su ritmo actual, ocurrirá con toda certeza hacia finales del primer tercio del siglo. En torno a 2030, pues, el sistema se declarará en bancarrota. Como los teólogos bizantinos que pasaban el rato discutiendo sobre el sexo de los ángeles, aquí nos entretenemos con querellas tan tediosas como interminables a cuenta de si es mejor el sistema de reparto o el de capitalización. En general, a la derecha le gusta el de capitalización, sobre todo, porque su naturaleza excluye posibles transferencias de renta entre los pensionistas futuros. A su vez, la izquierda prefiere el de reparto, amén de otras consideraciones, porque dota de más protagonismo al Estado en su configuración. Un debate tan inútil como el de los ángeles, por lo demás. Y ello por la prosaica razón de que España no dispone de margen para elegir. Simplemente, sería imposible, absolutamente imposible, transformar el actual modelo de reparto por otro de capitalización. No se puede hacer, punto. La única fórmula factible para llevar a la práctica tal proyecto exigiría desposeer del derecho a cobrar sus pensiones a una generación entera de cotizantes actuales. Y no habría otro modo alternativo de proceder. Ninguno. De ahí que insistir con las cuitas sobre el reparto y la capitalización constituya una manera como otra cualquiera de desperdiciar tiempo y saliva, dos bienes escasos.

La mala noticia, entonces, es que los españoles no cobrarán su pensión pública. La buena es que el resto de los europeos (salvo nuestros congéneres griegos y portugueses) sí disfrutarán de las suyas. ¿Por qué? Pues por una razón bien simple: nosotros, los españoles, somos mileuristas y ellos no. Ocurre que, en España, uno de cada tres puestos de trabajo está ocupado por personas que únicamente poseen una titulación escolar elemental. Uno de cada tres. Son (con suerte) los mileuristas. Y en Europa hay muchos menos, muchísimos menos; en concreto, el promedio es de uno por cada seis asalariados. Y con las titulaciones académicas medias ocurre otro tanto de lo mismo. En España, solo uno de cada cuatro empleados posee algún título de tipo medio. En Europa, en cambio, el porcentaje se dobla: uno de cada dos alcanza ese nivel. Por contra, nuestro porcentaje de licenciados universitarios, jóvenes condenados a la sobreformación estéril, invierte esa relación. Baja formación académica es sinónimo de baja productividad. Baja productividad es sinónimo de bajos salarios. Bajos salarios es sinónimo de bajas cotizaciones a la Seguridad Social. Y bajas cotizaciones a la Seguridad Social es sinónimo de insostenibilidad estructural crónica. Por eso los franceses y los alemanes cobraran sus pensiones del Estado y nosotros no.

Cada vez que Rajoy sale en el telediario celebrando eufórico que se ha creado un nuevo empleo de mileurista en España, la Seguridad Social se aproxima un poco más aún al instante de la quiebra definitiva. Un mileurista es una bomba de relojería para el sistema de pensiones. ¿Por qué? Pues también por una razón en extremo sencilla: porque aportará a la Seguridad Social un total de 136.000 euros. Y, una vez jubilado, habrá recibido de ella unos 220.000 antes de morir (Miquel Puig se ocupó de los cálculos en su último ensayo, La gran estafa). Y aportará esos 136.000 en el mejor de los casos imaginables, esto es, si lograse trabajar sin interrupción alguna durante la totalidad de su vida laboral. Algo muy improbable. ¿Puede funcionar en la práctica un sistema tal? Sí, puede funcionar. Pero con una condición, a saber, que lleguen a España ocho millones de nuevos inmigrantes y que esos ocho millones encuentren rápido ocho millones de empleos de mileurista. Con ocho millones de nuevos mileuristas la cosa podría alargarse una temporada más, hasta que les tocase jubilarse a ellos. Y vuelta a empezar. El trilema de España se antoja descorazonadoramente simple: o traemos ya a ocho millones más de extranjeros para que trabajen ya de camareros, sirvientes y friegaplatos por mil euros al mes, o conseguiros que aumente la productividad de nuestra economía de una maldita vez o, más pronto que tarde, tendremos que dejar de pagar las pensiones a los viejos. Y el PP, encantado con la EPA.          

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