A pesar de acompañar al ser humano desde que hace tres mil años aparecieron las primeras acuñaciones, parece que al dinero le queda poca vida. Al menos eso sugieren las noticias que con frecuencia acelerada nos van llegando desde la UE.
La última, por el momento, es que el Banco Central Europeo pretende eliminar los billetes de 500 euros. La excusa aducida es su utilización por parte de delincuentes, muchos de ellos criminales y terroristas internacionales, para blanquear dinero negro. Pero no se comprende bien que lo que haya que eliminar sean los billetes en vez de los delincuentes. Además, ¿no sería un primer paso muy eficaz acabar con los paraísos fiscales?
Por otro lado, ¿acaso con la eliminación de los billetes de 500 se acabará con la delincuencia? ¿No iba a aflorar todo el dinero negro con el cambio de la peseta al euro? Lo que sucedió, simplemente, fue que se pasó de las pesetas en negro a los euros en negro. Ahora se pasará de los billetes de 500 en negro a los billetes de 200 en negro. Y después, a los de 100. Y más tarde, a los de 50. En resumen, que lo único que se conseguirá es tener siempre a mano la excusa para ir eliminando billetes.
La prueba de ello es que lo del billete morado no es más que la punta de lo que bulle por debajo. Pues el objetivo de verdad es la eliminación de todo el dinero efectivo, tanto los billetes como las monedas. Como sus promotores saben que la idea no es precisamente atractiva para la mayoría de los ciudadanos, se esfuerzan en acumular justificaciones. La cúpula del Deutsche Bank, por ejemplo, arguye que el dinero efectivo es "caro e ineficiente" y que –una vez más– "sólo sirve para los negocios de los criminales". Por todo ello anuncian que los billetes y monedas "serán en diez años cosa del pasado". La realidad, sin embargo, es que en Alemania el 80% de las compras minoristas se siguen pagando en efectivo, llegando el porcentaje a prácticamente el 100% cuando las cantidades son inferiores a veinte euros. Ello demuestra que no estamos ante un asunto que interese a los ciudadanos, sino al mundo de la finanza y de la política.
Evidentemente, dichas cifras son extrapolables a los demás países europeos. Aunque quizá no a todos: en la muy progresista Suecia, por ejemplo, hay cientos de sucursales bancarias en las que ya no aceptan ni proporcionan efectivo. Y en la vecina Dinamarca los comercios pueden negarse a aceptar pagos en metálico desde el 1 de enero de este 2016. Además, el Parlamento danés ha fijado 2030 como fecha límite para la total erradicación del dinero. ¿Motivos? Que utilizar efectivo es caro, que lleva tiempo manejarlo y contarlo, que hay que estar vigilándolo para que no lo roben, que el que lo usa corre el riesgo de que le atraquen y que es necesario acabar con la economía sumergida.
¡Qué obsesión con controlar hasta la más insignificante viruta de eso que se llama economía sumergida! ¡Qué afán por recaudar más y más! Debe de ser que se recauda poco. Nunca en toda la historia de la Humanidad la carga fiscal ha alcanzado, ni de lejos, la que soportan los libérrimos ciudadanos del siglo XXI, pero parece que a los todopoderosos Estados de la era de la globalización todo les parece poco. Pero, paradójicamente, no ponen tanto cuidado en evitar que lo recaudado sea despilfarrado o directamente robado por los encargados de administrarlo. En España tenemos tantos ejemplos que da vértigo pretender enumerarlos. Y todavía hay quienes se extrañan de que tantos ciudadanos prefieran camuflar parte de sus ingresos para meter algo de dinero en sus bolsillos y, de paso, evitar que acabe en los de políticos corruptos.
Por otro lado, si un ciudadano, como se ha hecho durante milenios, prefiere guardar su dinero en su casa, pagar sus facturas en metálico y cobrar su nómina del mismo modo o en cheque, no hay ninguna ley que le obligue a tener una cuenta corriente en un banco. Evidentemente –desde aquí y desde hoy lo auguramos–, no tardará en llegar esa ley, lo que implicará, por cierto, un estupendo negocio para los bancos. ¡Comisiones para todos! ¡Y por obligación legal!
Con todas las operaciones, hasta las más pequeñas, realizadas electrónicamente, habrá que ver si se sigue consumiendo igual. Porque la sensación de libertad e intimidad que proporciona el dinero en metálico es un elemento psicológico cuya importancia probablemente no habría que desdeñar. Y, además, está la confidencialidad: ¿por qué el Estado, y mucho menos aún los bancos, que son entidades privadas, tendrían derecho a saber cómo, dónde, cuándo, cuánto, con quién y en qué se gastan los ciudadanos su dinero? Pues no hace falta ninguna intención de delinquir para no querer que nadie se entere de lo que cada uno hace con el fruto de su trabajo.
Habrá que ver cómo va desarrollándose esta trascendental cuestión, de momento sólo mencionada tangencialmente por unos medios de comunicación que la consideran una anécdota curiosa, poco más que un eco de sociedad. Sólo por este extraño silencio deberían empezar a levantarse sospechas. Pero, ya metidos en suspicacias, el día en que el Estado pueda controlar hasta el más insignificante movimiento de nuestro dinero, ¿es imposible que un Estado corrupto o tiránico pueda obligar a morirse de hambre a cualquier ciudadano declarado disidente?
¿Por qué será que en esta luminosa época nuestra, tan envidiable para todas las generaciones que no tuvieron la suerte de conocer nuestras libertades y derechos, todas las noticias convergen en demostrar que las personas tenemos –y tendremos– cada día menos libertad y menos derechos?