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Juan Ramón Rallo

Menos IVA para mí y que paguen los demás

Los cineastas y actores congregados en la Gala de los Goya no son más que un lobby que presiona al Gobierno para defender sus intereses crematísticos.

Los cineastas y actores congregados en la Gala de los Goya no son más que un lobby que presiona al Gobierno para defender sus intereses crematísticos.
Dani Rovira y Antonio Banderas | Cordon Press

La Gala de los Goya se terminó convirtiendo, como en tantas ediciones anteriores, en una crítica al Gobierno de turno para exigirle un mayor apoyo a la industria cinematográfica española. Si tradicionalmente la principal reivindicación del sector había sido el proteccionismo subsidiado –a saber, restringir la emisión de películas extranjeras y subvencionar las nacionales—, hoy existe otra piñata a la que golpear acaso con mayor contundencia: el "IVA cultural" del 21%, que, según nos dicen, habría arrasado completamente con el cine patrio.

Dejando de lado que no existe tal cosa como el "IVA cultural", lo cierto es que los datos de espectadores e ingresos del cine español no parecen acreditar a primera vista que desde 2012 se haya producido un colapso sectorial: es verdad que 2013 fue un mal año, pero 2014 fue el mejor de toda la serie histórica, tanto en ingresos como en número de espectadores.

Sin embargo, hay que reconocer que los datos agregados resultan tramposos, en tanto en cuanto el éxito de unas pocas películas a pesar del elevado IVA podría estar enmascarando el fracaso de muchísimas otras películas debido al elevado IVA.

Más en concreto, un incremento del IVA no es especialmente dañino para los oferentes de aquellos productos –incluidas las películas– cuya demanda sea poco sensible a los aumentos de precio (es lo que técnicamente llamamos demanda inelástica): por ejemplo, si todo el mundo tiene muchas ganas de ver una determinada película, que el precio de la entrada suba de 8 a 10 euros como consecuencia del IVA no reducirá demasiado el número total de espectadores. En cambio, unos mayores impuestos sobre el consumo sí pueden ser devastadores para los oferentes de productos con una demanda muy sensible a los aumentos de precio (demanda elástica): por ejemplo, si se estrena una película de calidad media, que el precio de la entrada suba de 8 a 10 euros puede hacer desaparecer a una enorme cantidad –incluso a la práctica totalidad– de sus espectadores.

Por consiguiente, si en 2014 se estrenaron varias películas españolas que el público general percibía como de alta calidad (películas con demanda muy inelástica), eso puedo camuflar la elevada mortandad de películas que el gran público percibía como de calidad media o baja (películas con demanda bastante elástica). O dicho de otra forma, con un IVA más reducido, probablemente podrían haberse estrenado más películas españolas en 2014.

Acaso algún lector opine que si el gran drama del IVA cultural es que dejan de estrenarse películas mediocres, entonces tampoco hay demasiado motivo para tanta protesta: incluso podría interpretarse que la subida del IVA proporciona un filtro a priori de calidad. Mas este argumento es equivocado. Primero, porque una película puede ser percibida como de calidad mediocre por la mayoría de la población pero excepcional por un nicho reducido de espectadores: y no por ello deberíamos impedir o dificultar que se estrene. Y, segundo, porque aunque una película fuera de calidad mediocre para todo el mundo, tampoco hay razón para que se obstaculice su estreno con impuestos: si el valor que otorga una persona a 8 euros es inferior al que otorga a pasar la tarde en el cine viendo una película mediocre pero, en cambio, valora 10 euros más que ir al cine, ¿qué sentido tiene forzar tributariamente un aumento del precio de 8 euros a 10? Con ello no conseguiremos recaudar más –pues el espectador dejará de ver la película y no pagará nada de IVA–, pero sí lograremos reducir el bienestar de la sociedad –pues espectador y cineasta podrían haber salido mutuamente beneficiados con la entrada a 8 euros, pero ahora ambos perderán: uno se quedará sin ver la película y el otro sin los 8 euros–.

Es decir, los impuestos producen siempre una pérdida irrecuperable de bienestar que es tanto mayor cuanto más sensible sea la demanda (o la oferta) a los cambios de precios. Dado que la inmensa mayoría de las películas españolas –salvo contadas excepciones– exhiben una demanda muy elástica (a poco que suba el precio, dejo de verlas), es normal que los cineastas o los actores protesten contra el IVA del 21%. Se trata, además, de una reivindicación razonable que, a diferencia de las subvenciones o las regulaciones proteccionistas, puede ser perfectamente defendida desde posiciones liberales.

Ahora bien, que la crítica al elevado tipo general del IVA sea razonable, comprensible e incluso liberal no debería llevarnos a olvidar la profunda hipocresía ideológica de muchos de esos cineastas y actores, que, a renglón seguido, promueven subidas de prácticamente todos los restantes impuestos para sufragar un Estado mucho mayor al actual. Si ellos mismos están sufriendo en sus carnes cómo la subida del IVA desmantela sus industrias y genera pérdidas irrecuperables de bienestar, ¿qué creen que sucederá con el resto de la economía si nos lanzamos a incrementar masivamente los impuestos? ¿Qué pasará con la oferta y la demanda de trabajo si aumentamos los impuestos al trabajo? ¿Qué pasará con la inversión empresarial si incrementamos los impuestos a los beneficios empresariales? ¿Qué pasará con la oferta y demanda de cualquier bien de consumo si nos limitamos a reducir el IVA cultural pero mantenemos todos los demás? Pues sucederá, en mayor o menor grado (según las respectivas elasticidades de su oferta y su demanda), lo mismo que, según los cineastas, está sucediendo con el cine español.

¿A qué entonces tal ejercicio de sadismo desde la tribuna de los Goya? Si uno sabe –porque lo ha sufrido personalmente– que las subidas de impuestos destrozan la economía en forma de caídas de ventas, quiebras empresariales, despidos de personal o recortes salariales, ¿a qué viene exigir más impuestos (o apoyar a opciones políticas que exigen muchos más impuestos)? Probablemente se replique que lo anterior no es más que el precio que debemos pagar por disfrutar de un Estado de Bienestar. De acuerdo, pero entonces ¿por qué los cineastas no quieren pagar ese precio al tiempo que sí reclaman que lo paguen los demás? ¿Por qué reivindican para sí un privilegio que no desean extender como derecho general para el conjunto de la población?

La respuesta es muy sencilla, aunque bastante incómoda para quienes tienden a idolatrar el mundo de la cultura como una realidad social inmaculada y moralmente superior a, por ejemplo, el mundo empresarial. Los cineastas y actores congregados en la Gala de los Goya no son más que un lobby que presiona al Gobierno para defender sus intereses crematísticos. Toda sociedad altamente politizada está plagada de grupos de presión que intentan utilizar la coacción estatal en su propio beneficio y en perjuicio del de los demás: y, repito, la industria cinematográfica es otro de esos lobbies. Que muchos no lo perciban así –y que, en su lugar, sea vista por amplios sectores de la sociedad como un conjunto de abnegados intelectuales que luchan contra las injusticias sociales– tan sólo forma parte de la estrategia de ese lobby: convencernos a todos de que sus intereses personales (hoy bajar sólo el IVA del cine, ayer aumentar las subvenciones al cine español) son intereses generales para así empatizar con la población y ser capaces de instrumentarla políticamente para presionar con más eficacia al gobierno de turno en beneficio propio.

Por mi parte, y frente a reivindicaciones facciosas, me limitaré a defender intereses verdaderamente generales: bajen todos los impuestos a todos los ciudadanos, incluido el IVA del cine… aunque no sólo el IVA del cine.

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