El pensador alemán Max Weber presentaba el concepto de "patrimonialismo" como aquel sistema político en el que la distinción entre el ámbito público y el privado apenas era apreciable. En otras palabras, es una forma de ejercicio del poder por parte del Estado en el que el soberano tiene un control total sobre las masas a través de un fuerte aparato burocrático centralizado.
Esta forma de gestión fue la que imperó en Brasil desde la época colonial hasta principios del siglo XX. De este modo, mientras el resto de naciones experimentaban un desarrollo económico considerable, el gran control que el Estado brasileño poseía sobre la sociedad civil impedía el desarrollo de un mercado libre que generase riqueza para sus ciudadanos.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial impidió que Europa continuase exportando ciertos productos al resto del mundo. En este contexto, Brasil decidió impulsar lo que conocemos como sistema "nacional-desarrollista", dirigiendo la economía desde el Estado a través de incentivos fiscales con objeto de fomentar la producción de aquellos bienes que ya no podían ser importados.
De este modo, se permitió un mayor margen de actuación al capital privado y fue llevada a cabo cierta apertura al exterior, permitiendo a la industria extranjera establecerse en el país. El sector de la automoción es ejemplo de ello, con la implantación de grupos como Mercedez-Benz y Ford en São Paulo a partir de los años 50. Actualmente, las ventas de este sector representan el 21% del PIB industrial del país y Brasil se ha convertido en uno de los principales fabricantes de coches del mundo.
Esta política permitió cierto auge económico que dio lugar a que inversores internacionales estuvieran dispuestos a prestar dinero al Estado brasileño. La Administración comenzó a realizar grandes inversiones públicas en infraestructuras vía endeudamiento, política que posicionaba a Brasil en una situación realmente complicada si cualquier acontecimiento desestabilizaba al país. Y, desgraciadamente, sucedió.
La crisis del petróleo
Tras la decisión de la OPEP de frenar las exportaciones de petróleo a aquellos países que habían apoyado a Israel en la guerra del Yom Kippur, el precio del oro negro en el mercado internacional se multiplicó por cuatro en otoño de 1973.
La economía brasileña experimentó este shock en forma de fuertes tensiones inflacionistas e incrementos de los tipos de interés, lo que disparó el coste de su deuda. Ya no había vuelta atrás, la conocida como "crisis de deuda latinoamericana" había estallado y países como Brasil, México y Argentina tuvieron que enfrentarse a serios problemas de liquidez para sostener el gran tamaño del Estado. Había llegado el momento de las reformas.
El primer paso fue la implantación del conocido como "Plan Collor" en 1990, que supuso un gran avance en la apertura del mercado brasileño a empresas extranjeras, dando lugar a la desaparición de compañías nacionales poco competitivas que hasta entonces tan sólo habían podido continuar con su actividad gracias a la protección del Estado.
Sin embargo, estas reformas eran insuficientes para dar el impulso económico que Brasil tanto necesitaba, por lo que poco después se llevaron a cabo una serie de reformas mucho más profundas enmarcadas en el denominado "Plan Nacional de Desestatalización", a través del cual se privatizaron compañías públicas relacionadas con la siderurgia, la industria petroquímica y las telecomunicaciones.
La inversión extranjera se vio notablemente incrementada, siendo relevante el papel jugado por grupos de empresas españolas en este periodo. Los efectos positivos pronto se hicieron notar y el país decidió continuar con reformas en la misma dirección.
A mediados de los años 90, se liberaliza la industria minera y se privatiza la empresa estatal VALE, dando lugar a un considerable crecimiento del sector que atrajo cuantiosas inversiones extranjeras, especialmente canadienses. Actualmente, el sector de la minería es de gran relevancia para el país y representa el 23,5% de las exportaciones del mismo.
Reformas similares fueron aplicadas a la industria del petróleo, poniendo fin al monopolio de Petrobrás, de forma que hoy hay más de 50 compañías en el país dedicadas a dicha actividad. Todas estas reformas posicionaron a Brasil en la senda del crecimiento económico.
No obstante, parece que los gobernantes brasileños han olvidado su historia. El gasto público desmesurado ha vuelto, pasando el déficit fiscal del 2% del PIB en 2010 al 10% en 2015. La deuda pública no ha dejado de crecer y ya se encuentra cercana al 70% del PIB, cifra peligrosa para un país como Brasil. Las tensiones inflacionistas han vuelto y se sitúan en torno al 10%. Al igual que en los años 70, cualquier acontecimiento podría desestabilizar al país. Y, una vez más, esto es justo lo que ha sucedido.
La caída del precio de las materias primas ha afectado gravemente a ciertas economías de todo el mundo, y especialmente a la brasileña. El panorama es desolador. El PIB per cápita está experimentando fuertes reducciones. Las agencias de calificación crediticia han empeorado considerablemente sus perspectivas sobre el país.
El ministro de Finanzas, Joaquim Levy, ha presentado su dimisión. Y, para colmo, ha estallado uno de los casos de corrupción más importantes de la historia del país en la empresa estatal Petrobrás. Este es el momento de realizar nuevas reformas en la misma dirección que en los años 90.
El gasto público está determinado, en gran medida, por la propia Constitución brasileña de 1988, que implantó un sistema de protección social insostenible tras el fin de la dictadura militar. Una reforma de la misma parece imprescindible para contener el crecimiento de la deuda y reducir el déficit fiscal.
La legislación laboral es excesivamente restrictiva e impide a las empresas adaptarse a las circunstancias, por lo que la contratación "informal" está muy extendida y la tasa de desempleo está alcanzando cotas preocupantes para el país (cerca del 8%).
La edad media de jubilación se sitúa en torno a los 50 años para las mujeres y los 55 para los hombres, las pensiones en términos reales no han dejado de crecer en la última década y el gasto público en esta materia representa un 12% del PIB, superior incluso al de países tan envejecidos como Japón, por lo que parece necesaria una reforma urgente del sistema público de pensiones.
En definitiva, el potencial de la economía brasileña es elevado, si bien resulta imprescindible que la población comprenda las políticas que en el pasado le permitieron alcanzar altas cotas de crecimiento con objeto de que exijan su aplicación a los gobernantes para alcanzar una economía competitiva que permita al país volver a la senda del progreso.