El acuerdo de libre comercio entre la UE y EEUU, conocido por sus siglas TTIP, ha vuelto a poner sobre la mesa uno de los debates económicos más polémicos de los últimos tiempos. Innumerables periodistas, activistas y asociaciones políticas se han postulado en contra de la desregulación del mercado transnacional por parte de las autoridades públicas.
En este sentido, fueron notorias las declaraciones de Juan Torres López, catedrático de Economía Aplicada y artífice del primer borrador económico de Podemos: "Incluso la teoría económica ortodoxa no ha conseguido demostrar que el libre comercio sea mejor que otro régimen comercial, salvo en condiciones de competencia perfecta que es imposible que se den en la realidad.".
La declaración de Torres López es incierta y deja entrever una clara anteposición de la ideología al estudio científico de la economía. La Academia ha dado respaldo al libre comercio internacional desde prácticamente todas las escuelas de Economía, incluyendo aquellas que no comparten la idea de la existencia del mercado de competencia perfecta.
Ya desde el denominado Siglo de las Luces, con David Hume y su célebre ensayo Of the balance of trade, sabemos de la importancia de evitar las interferencias del Estado en los intercambios comerciales. Ideas similares encontramos en destacados académicos que negaban la existencia del mercado de competencia perfecta, siendo digno de especial mención el Premio Nobel de Economía Friedrich von Hayek, firme defensor de la libertad de mercado.
Sin embargo, los efectos positivos de la liberalización del comercio internacional no solo tienen un notorio respaldo académico. La realidad histórica es concluyente: aquellas naciones que adoptan sistemas de libre intercambio con otros países prosperan, mientras que las que lo restringen se ven claramente perjudicadas por este hecho.
Ejemplo paradigmático del cumplimiento de este principio es el de Taiwán. Así, frente al modelo de desarrollo "hacia dentro" imperante en la primera mitad del siglo XX, dicho país optó por dar un giro de 360º que le permitiría situarse entre las naciones más prósperas del planeta.
De este modo, a pesar de tratarse de una pequeña isla con escasos recursos naturales y hallarse en una situación deplorable tras la Segunda Guerra Mundial, Taiwán logró quintuplicar el ingreso per cápita en menos de 30 años a la vez que duplicaba su población.
Ahora bien, ¿qué medidas fueron tomadas para obtener estos resultados? Precisamente, aquéllas que pretendían fomentar el comercio transnacional. Hasta entonces, la economía taiwanesa se encontraba bajo dominio nipón y producía bienes agrícolas de bajo valor añadido, como azúcar y arroz, que exportaba a Japón a través de acuerdos comerciales fijados por los correspondientes gobiernos. Ello impedía que Taiwán pudiera desarrollar industrias alternativas que le permitieran explotar sus ventajas comparativas.
En 1952, los productos agrícolas copaban un 91,9% del valor total de sus exportaciones. Resulta evidente que una pequeña isla con tan sólo un tercio de territorio cultivable y una alta densidad demográfica no debería centrar su producción y exportación en bienes agrícolas. La razón de que ello se estuviera produciendo la vemos clara hoy: la regulación estatal impedía que Taiwán se especializara en aquellos bienes en los que podía ser más competitivo.
De este modo, en los años posteriores a la obtención de la independencia de Japón en 1945, el Gobierno taiwanés fue eliminando gran parte de las restricciones a las importaciones y decidió devaluar su moneda, que se encontraba artificialmente fuerte a causa de las intervenciones estatales previas a las reformas.
Estas simples medidas bastaron para que los empresarios taiwaneses encontraran un entorno económico mucho más libre que les permitiría producir y exportar aquellos bienes en los que Taiwán podía ser más competitiva que otras naciones.
Mientras que los productos industriales representaban un 8,1% de las exportaciones en 1952, estos pasaron a copar el 90,8% en 1980. Este hecho dio lugar a que el valor en dólares de las exportaciones en la década de los 80 fuera 200 veces más alto que en los años 50, con un crecimiento medio de un 29,6% anual.
La prosperidad económica de Taiwán se convirtió en el foco de atención de economistas y políticos de todo el mundo, los cuales observaban con asombro los sorprendentes resultados que la liberalización del comercio internacional había tenido sobre la isla. Había llegado el momento de dar el siguiente paso.
Aprovechando las fuertes exportaciones logradas, el pueblo taiwanés tenía que comenzar a producir bienes industriales de un valor añadido superior. Ello iba a requerir una cantidad de inversión en tecnología que Taiwán jamás había llevado a cabo hasta la fecha, y la capacidad de invertir que tiene un país está determinada por el ahorro previo que sus ciudadanos han realizado. En este punto es en el que entran en juego dos factores fundamentales.
En primer lugar, el Gobierno decidió abandonar la política keynesiana de mantener los tipos de interés artificialmente bajos. De acuerdo a dicha doctrina, situar los tipos a un nivel inferior estimularía la inversión y con ello la prosperidad económica. Nada más lejos de la realidad. Los tipos de interés artificialmente bajos desincentivaban el ahorro y generaban alta inflación, la cual pasaría del 10,3% mensual al 0,4% tras el abandono de dicha política.
En segundo término, tuvo una notable repercusión el hecho de que los ingresos de los ciudadanos se habían incrementado considerablemente gracias a que estaban produciendo bienes que podían vender en cualquier parte del mundo. Este hecho, sumado a la cultura ahorradora que impera entre el pueblo taiwanés, dio lugar a un acontecimiento nunca antes visto en el país.
El ahorro interno sobre el PIB pasó de un 4,9% en 1955 a un 35,2% en 1978, superando a países como Japón (20,1%), Reino Unido (8,3%) y Estados Unidos (6,5%). Este milagro económico fue el que permitió financiar las inversiones que el país tanto necesitaba para continuar su expansión.
Ahora bien, ¿estos alentadores datos económicos dieron lugar a una mayor desigualdad entre la población? En absoluto. La distribución de los ingresos pasó a ser mucho más equitativa. Las familias que se encontraban en el primer quintil por ingreso más bajo incrementaron su participación sobre el ingreso total del país en un 15,58% entre 1964 y 1978. En ese mismo espacio de tiempo, las clases más ricas, es decir, las que se encontraban en el quinto quintil, vieron disminuida su participación sobre el ingreso total en un 8,75%.
De este modo, la brecha existente entre ricos y pobres en la participación de los ingresos totales disminuyó en dicho espacio de tiempo en un 16,98%, hasta el punto de que Taiwán se convertiría en uno de los países con mayor igualdad económica del mundo, con un índice de Gini en 1990 de 27,1 con mejores resultados para el mismo año que países como Suiza (30,9) y España (30,3).
La explicación de este fenómeno es sencilla. El abandono de la producción agrícola por parte de la economía taiwanesa, que carecía de ventajas comparativas en este ámbito, y el desplazamiento de la mano de obra al sector industrial, donde las ventajas competitivas eran superiores, dio lugar a un incremento de la productividad sin precedentes. Ello permitió que los costes de producción y, por ende, los precios de los productos finales, disminuyeran, aumentando así los salarios en términos reales de las familias más desfavorecidas.
En definitiva, las políticas económicas emprendidas en el último medio siglo por Taiwán han convertido a su pueblo en uno de los más admirables del planeta y son los resultados obtenidos por la isla en términos de disminución de la pobreza los que nos animan a todos los defensores de la libertad a seguir luchando por la apertura de los mercados internacionales para ayudar, precisamente, a aquellos que más lo necesitan.