El escándalo de las emisiones de gases contaminantes urdido por Volkswagen consiste, en primer lugar, en un fraude de gran magnitud que traerá nefastas consecuencias para la empresa, tal y como ha reconocido la propia firma alemana, pero, al mismo tiempo, también revela el profundo ejercicio de hipocresía y engaño que llevan a cabo los gobiernos con la manida excusa de la protección medioambiental.
No hay duda. Volkswagen reconoce que engañó a las autoridades estadounidenses mediante un sofisticado software para detectar si el vehículo estaba pasando una inspección y, de este modo, modificar el rendimiento del motor para emitir menos gases contaminantes, ajustándose así a los límites establecidos. Esa técnica está específicamente prohibida en EEUU. Este error, por tanto, le saldrá muy caro a la compañía germana, ya que se enfrenta, no sólo a cuantiosas multas administrativas, sino a un reguero de demandas judiciales por engañar a sus clientes norteamericanos.
Ahora bien, el hecho de que Volkswagen incumpliera la ley no es óbice para denunciar que esa norma es absurda, tendenciosa y maniquea. EEUU impuso en 2008 un límite a los vehículos diésel de 43,5 miligramos de NOx (óxido de nitrógeno) por kilómetro recorrido frente a los 80 miligramos fijados previamente, un umbral que los tribunales estadounidenses consideraban correcto para proteger la salud y que, curiosamente, es el que todavía rige hoy en la UE. Así pues, no tiene ningún sentido sanitario ni medioambiental que EEUU haya reducido a la mitad el límite de emisiones en los diésel en comparación con Europa, a no ser que esta medida persiga, como suele ser habitual, un fin proteccionista. Las regulaciones medioambientales suelen servir en muchas ocasiones como barreras de entrada a la competencia exterior, y, en este sentido, es de sobra conocido el poder y la influencia que tiene la industria automovilística y sus sindicatos para presionar a Washington y proteger el made in USA.
Pero mucho más hipócrita y peligroso, si cabe, es la actitud que están adoptando las autoridades europeas desde que se destapó el escándalo. Para empezar, Bruselas y los estados miembros se han apresurado a lanzar una investigación a fondo para detectar si aquí también se ha cometido este tipo de fraude, así como un endurecimiento inmediato de las inspecciones con el fin de medir la emisión de gases contaminantes bajo condiciones de conducción normal y no sólo en laboratorio, como hasta ahora.
La cuestión es que el cinismo en esta materia no puede ser mayor. En primer lugar, porque la normativa europea permite numerosas técnicas (incluido el uso de software, aunque de forma distinta a lo acontecido en EEUU) para optimizar el rendimiento de los coches en condiciones de homologación. Y, en segundo término, porque estas condiciones de homologación difieren enormemente de lo que sucede en la carretera. Como resultado, el consumo de combustible y la emisión de gases contaminantes que arrojan esas pruebas son muy inferiores a las registradas durante la conducción real. Y esto lo sabían perfectamente las autoridades europeas, de modo que su reacción de sorpresa es puro teatro.
Lo más grave, sin embargo, es que, tras el escándalo de EEUU, algunos políticos parecen ahora dispuestos a hundir una de las grandes industrias de Europa, proclamándose en falsos adalides de la naturaleza y la salud pública con tal de quedar bien ante la opinión pública. Este juego, además de hipócrita, es muy peligroso. Hipócrita porque es injusto que la UE cambie las reglas del juego a mitad de partida, amenazando ahora a las marcas con imponer multas a diestro y siniestro en caso de que las emisiones bajo conducción real superen los registros de laboratorio, ya que la normativa sigue siendo la que es y en ningún caso se puede aplicar una ley con carácter retroactivo. Y peligroso porque, de llegar a cometerse semejante tropelía, Europa se podría llevar por delante un sector altamente productivo y valioso como el de la automoción, corazón de la economía alemana y uno de los componentes más importantes de las exportaciones españolas, poniendo en riesgo la recuperación de la zona euro y cientos de miles de empleos.
El caso Volkswagen precisa menos hipocresía y mucha más seriedad por parte de la UE. El fraude se cometió en EEUU, y la firma alemana pagará por ello, pero si aquí no se cometió ninguna ilegalidad es de una irresponsabilidad enorme poner en cuestión a toda una industria, tal y como están haciendo algunos gobiernos y autoridades comunitarias.