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Juan Ramón Rallo

Contra el lobby de la leche

Los ganaderos europeos reclaman privilegios estatales no sólo frente a otros ciudadanos, también frente a sus pares de generaciones anteriores.

Los ganaderos europeos reclaman privilegios estatales no sólo frente a otros ciudadanos, también frente a sus pares de generaciones anteriores.
Efe

Las relaciones a través del mercado son relaciones económicas voluntarias: dos no se relacionan si uno no quiere. Las relaciones a través del Estado son relaciones coactivas: dos se relacionan siempre que los políticos así lo quieran.

La coyuntura por la que atraviesa el sector lácteo europeo ilustra perfectamente esta dicotomía: los consumidores sólo se muestran dispuestos a adquirir los enormes excedentes de producción láctea –derivados de la sobreproducción interna en Europa tras el fin del reparto estatal de cuotas y de la caída de la demanda exterior tras el pinchazo de China y el embargo a Rusia– a cambio de sustanciales rebajas en los precios. En ausencia de tales rebajas, prefieren destinar su dinero a adquirir otros bienes o a ahorrar (es decir, a financiar los proyectos de inversión de otros empresarios). Sin embargo, los ganaderos no aceptan rebajar el precio de la leche: aquellos cuyos costes son inferiores a los precios rebajados se niegan a ganar menos dinero del previsto durante este ejercicio; aquellos otros cuyos costes son superiores a los precios rebajados se niegan a perder dinero o a abandonar su modelo de negocio.

Pero, evidentemente, si los ganaderos no rebajan el precio, los consumidores no compran toda la leche que los ganaderos han producido, lo cual constituye para esos ganaderos un escenario todavía peor que el de vender a pérdidas. Por tanto, respetando la libertad de elección de los ciudadanos, a corto plazo sólo les queda asumir sus errores empresariales y vender a pérdida o no vender en absoluto. Mas los ganaderos del sector lácteo se niegan a respetar la libertad de elección de los ciudadanos y por eso presionan al Gobierno español y a la Comisión Europea para que directa o indirectamente los obliguen a comprar leche a unos precios más altos de los que están dispuestos a pagar.

Dicho y hecho: el Gobierno español ya ha prometido una subvención de 300 euros por vaca para aquellos ganaderos con pérdidas y, a su vez, la Comisión también ha anunciado una ayuda de 500 millones de euros para el sector lácteo europeo. Se trata, en definitiva, de quitar el dinero a la gente para obligarla a comprar por la puerta de atrás aquello que no quiere comprar voluntariamente por la puerta principal.

El sector lácteo europeo adolece de un problema de atomización y sobrecapacidad como consecuencia de haber mantenido durante casi 50 años un sistema de cuotas lácteas combinado con precios políticamente garantizados. La reconversión del sector no ha querido acometerse desde los años 70, y lo que comenzó siendo una medida excepcional ha terminado transformándose en el modelo de negocio de los ganaderos: lejos de competir en el mercado para ofrecer un mejor y más barato producto al consumidor, compiten en la calle y en los despachos por conseguir el plácet político.

Ahora mismo estamos perdiendo otra ocasión de oro para lograr la reconversión del sector: el estatista e intervencionista Gobierno español afronta con populismo económico la reválida electoral y la mercantilista Comisión Europea es muy consciente de que sólo existe para contentar a los diversos lobbies continentales. Unos y otros se alían para rapiñar al de siempre: al desprotegido y desorganizado contribuyente.

Pero, pese a este pensamiento único estatista, sí existen alternativas a expoliar al contribuyente: alternativas que indefectiblemente pasan por suprimir las barreras legislativas que dificultan la reconversión del sector y por enterrar las dádivas presupuestarias que la desincentivan. En concreto:

  • Permitir la cartelización y concentración del sector lácteo. El expirado sistema de cuotas lácteas por países no era más que la organización estatal de un cártel privado; a saber, desde Bruselas se asignaba una cuota a cada país y, por tanto, se impedía una sobreproducción global que hundiera los precios internos de la leche. Este cártel coordinado por la burocracia bruselense era una completa chapuza, ya que obligaba a todas las explotaciones ganaderas a participar en él: si, por ejemplo, aparecía un empresario muy competitivo que, merced a la innovación, era capaz de incrementar muy notablemente la producción, rebajar los precios y seguir ganando dinero, Bruselas se lo prohibía, fosilizando el sector en técnicas nulamente productivas y competitivas. Sin embargo, las asociaciones voluntarias de productores (los cárteles no obligatorios o las fusiones y adquisiciones) sí deberían ser totalmente legítimas en un mercado libre: si un conjunto de ganaderos atomizados quiere cartelizarse o concentrarse cooperativamente para repartirse las cuotas de producción que evitan un hundimiento destructivo de los precios, debería tener permitido hacerlo. Empero, las legislaciones nacionales y comunitarias lo prohíben en aras de la defensa de la competencia: esto es, se aboca a los ganaderos a una feroz y descoordinada competencia entre sí, y cuando esto provoca un desplome generalizado de los precios se acude rápidamente al rescate con dinero del contribuyente.
  • Levantar las sanciones a Rusia. Una de las razones de la aparición de excedentes lácteos dentro de Europa es la imposibilidad de exportarlos a Rusia. Levanten, pues, los correspondientes vetos y la magnitud del problema se moderará.
  • Diversificación de productos. Otra forma de relanzar la demanda de leche es diversificar el tipo de productos ofertados al mercado. Si hay un exceso de leche, cabe explorar la alternativa de transformarla en queso o en yogur para aumentar su consumo interno o internacional. Pero para ello hace falta salir de la zona de confort y arriesgarse a emprender, cosa que no sucederá mientras Bruselas y el Gobierno sigan regando con dinero a los ganaderos.
  • Mejora de la eficiencia productiva. Si los bajos precios hacen que muchas explotaciones se vuelvan no competitivas, cabe la posibilidad de invertir para rebajar los costes de producción, de modo que incluso con bajos precios esas explotaciones sigan siendo rentables. Pero, de nuevo, para ello hace falta salir de la zona de confort y arriesgarse a emprender, cosa que no sucederá mientras Bruselas y el Gobierno sigan regando con dinero a los ganaderos.
  • Redimensión del sector. Aun cuando muchos ganaderos opten por cartelizarse, por diversificar las salidas de sus productos o por mejorar su eficiencia productiva, es bastante probable que sobren ganaderos en el sector lácteo europeo. En tal caso, sólo queda que aquellos ganaderos que produzcan la leche a un coste relativamente más alto abandonen el sector y se dediquen a otras actividades. A principios de siglo XX, la agricultura europea empleaba al 66% de los trabajadores, mientras que en la actualidad ocupa a menos del 5%. ¿Por qué motivo nuestros abuelos o bisabuelos tuvieron que soportar el duro proceso de reconversión agraria y, en cambio, los actuales ganaderos se arrogan la legitimidad de frenar coactivamente esa reconversión trasladándonos a los demás el coste de no afrontarla? ¿O es que, por el contrario, hemos de defender que nuestros abuelos y bisabuelos jamás deberían haber abandonado el campo, condenando con ello a las generaciones presentes a estándares de vida notablemente inferiores a los actuales (estándares de vida que, por cierto, son los que posibilitan pagar las ayudas estatales a los agricultores que las reclaman)?

Se mire como se mire, los ganaderos europeos reclaman privilegios estatales no sólo frente a otros trabajadores y empresarios actuales, también frente a sus pares de generaciones anteriores. Privilegios que, para más inri, no se dirigen a prestar un mejor servicio a los ciudadanos, sino a evitar prestarlo. No deberíamos permitirlo: el sector agrario necesita de más libertad, no de más intervencionismo.

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