La llegada de Podemos y sus marcas blancas a algunos de los principales ayuntamientos de España ya ha empezado a generar un peligroso clima de inseguridad jurídica y perjudiciales consecuencias económicas apenas tres meses después de las elecciones municipales. Primero, mediante la irresponsable paralización de proyectos urbanísticos y empresariales, con la consiguiente destrucción de riqueza y empleo que ello supone, en un momento, además, de especial gravedad debido a la elevada tasa de paro que aún padece España, y, después, poniendo en cuestión el cumplimiento de sus obligaciones financieras.
Tanto la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, como el regidor de Cádiz, José María González, Kichi, entre otros responsables municipales de la extrema izquierda, acaban de anunciar el inicio de una "auditoría ciudadana" de la deuda para determinar qué parte es legítima y cuál no, con el objetivo último de impagar la que, arbitrariamente, califiquen de "odiosa". Este default selectivo y unilateral no es algo nuevo, ni mucho menos. Por desgracia, son numerosos los gobiernos irresponsables que han defendido la quiebra como solución mágica a todos los males, obteniendo, sin embargo, resultados nefastos para su población en todos los casos analizados a lo largo de la historia. Madrid y Cádiz, de llegar a cometerse semejante tropelía, no serían diferentes.
Para empezar, es preciso enfatizar que tanto Ahora Madrid como Kichi mienten al afirmar que la deuda de sus respectivos ayuntamientos es "impagable" o "insostenible". Madrid es el municipio más endeudado de España, con algo menos de 6.000 millones de euros, pero la anterior alcaldesa, Ana Botella, logró reducir dicha factura en más de 1.000 millones mediante el recorte de gastos y el aumento de impuestos. Madrid registró un superávit fiscal próximo a 1.400 millones de euros en 2014, de modo que podría haber seguido amortizando deuda a un ritmo elevado en los próximos ejercicios sin problema alguno. Tanto es así que el propio equipo de Carmena admite que la deuda es perfectamente sostenible desde el punto de vista financiero, aunque no desde la perspectiva "social", según alegan. Y si Madrid puede pagar su deuda, más aún Cádiz, cuyo volumen es inferior a 300 millones y no encabeza el ranking de municipios más endeudados. Así pues, no es que Madrid y Cádiz no puedan pagar, sino que sus actuales alcaldes no quieren pagar, lo cual es muy distinto.
Por otro lado, la mera "auditoría" de la deuda para analizar su legitimidad es un despropósito y una sinrazón, ya que la deuda no es una partida finalista. Cuando una Administración pide dinero prestado a inversores privados no lo hace con un fin concreto (construir una carretera o un hospital), sino que lo hace para financiar sus gastos, sean cuales sean. Toda la deuda es, pues, legal y legítima. Cosa distinta es que el político de turno despilfarre luego ese dinero en proyectos inútiles u obras faraónicas, en cuyo caso debería afrontar las consiguientes responsabilidades políticas en las urnas. Lo que no tiene ningún sentido es hacer pagar a inversores y prestamistas tales desmanes, puesto que ellos no son los responsables de dicha gestión pública.
Además, el ahorro que supondría dicho impago es ridículo y en ningún caso compensaría el enorme coste que implicaría declararse en quiebra. No devolver la mitad de la deuda de Madrid, por ejemplo, apenas supondría un ahorro directo de 90 millones al año, pero, como consecuencia, se dispararían los costes de financiación del resto de la deuda viva, ya que el riesgo de prestar al Ayuntamiento de Carmena sería enorme. Si se extendiera al conjunto del Estado, la paradoja sería aún mayor: impagar el 50% de la deuda pública española (unos 500.000 millones de euros) se convertiría en el mayor default de la historia, pero el ahorro en intereses apenas se situaría en 15.000 millones el año. ¿Problema? ¿Cómo financiar los cerca de 60.000 millones que necesitan las Administraciones Públicas cada año para cubrir sus necesidades de gasto? Imposible.
El ayuntamiento, la autonomía o el gobierno de turno que pusiera en marcha la tan manida quiebra no podría volver a financiarse en los mercados, de modo que se vería obligado a recortar drásticamente gastos y/o subir impuestos para cuadrar sus cuentas. En el caso del Estado, perteneciendo éste a la zona euro, dicho escenario supondría la salida inmediata de la Unión y la impresión masiva de billetes para afrontar gastos, con la consiguiente hiperinflación. Es decir, el coste del impago impulsado por los políticos recaería, de una u otra forma, sobre las espaldas de la población. Y ello, por supuesto, sin contar los desastrosos efectos indirectos del default, mucho más cuantiosos y duraderos, en forma de huida masiva de capitales, desconfianza y depresión económica.
Basta observar la quiebra de Argentina, y el posterior corralito decretado a principios de la pasada década, o el más reciente caso de Grecia para percatarse de que esa deriva de irresponsabilidad constituye una absoluta necedad, desde todos los puntos de vista. El problema es que, al final, su elevada factura siempre recae sobre los mismos.