Como norma, tendemos a preocuparnos mucho de los números y bastante poco de los conceptos. Los nuevos Presupuestos Generales del Estado vienen a confirmar que el proyecto actual responde más a motivaciones coyunturales (léase las próximas elecciones generales) que a sentar bases permanentes que afronten el desafío de transformar un modelo productivo agotado e ineficiente en una propuesta de valor sostenible –previo análisis objetivo de lo ya hecho (equivocado) y lo que queda por hacer– que abandone el simplismo político y aborde el reto permanentemente aplazado de conformar una sociedad libre, adoptando las reformas fundamentales que necesitamos. Al margen de los datos numéricos que, con independencia del signo del gobierno siempre hablan a favor de parte, sigo echando de menos un debate serio sobre cómo atacar nuestros problemas estructurales con soluciones estructurales y no, sucesivamente, con parches.
La finalidad de toda política económica moderna debería centrarse por defecto no en el viejo debate sobre el mejor modo de redistribuir la riqueza (en base al ya más que fallido método de la solidaridad mal entendida e impuesta) sino en la fórmula adecuada sobre la que articular opciones reales de crecimiento. Y para ello, no sólo se necesita una modificación del marco jurídico que genere confianza sino la toma de decisiones de buen gobierno; y, un mejor gobierno a estas alturas sería aquel capaz de hacer más, con menos. ¿Cómo? En base a unos ingredientes imprescindibles a los que nadie parece estar dispuesto: redimensionar la administración del Estado y reducir el gasto.
En relación a la primera variable, explicaba el presidente del Gobierno que en la presente legislatura se han suprimido más de 2.300 entes públicos, la cifra resulta cuando menos alarmante, de ser cierto entonces ¿cuánto estábamos y cuánto estamos todavía de sobredimensionados? La segunda, difícilmente explicable si tenemos en cuenta que las previsiones actuales destinan más de un 50% del total a financiarlo. Parece que seguimos en el empeño de repetir patrones equivocados. Intuyo que quienes hablan de austeridad en este contexto, siendo honestos, deben referirse únicamente (y pese a las tibias mejoras anunciadas) al entorno de impuestos altos (otros innecesarios) pero en ningún caso a recortes en gasto.
Lo que no cuentan los números sobre ninguno de ellos –la visión romántica del gasto (social) y el Estado (sobredimensionado)- es que ambos son resultado de una manipulación instrumentalizada del proceso político, que comete la imprudencia de pensar que el Estado es creador de riqueza y no un mero administrador más, por lo general ineficiente, de recursos. Tradicionalmente nos han inoculado la visión de que existe una obligación por la que el Estado ha de resolver todos los problemas de bienestar de los ciudadanos (educación, salud, vivienda, trabajo) obviando para ello dos consideraciones nada triviales: en primer lugar el hecho de que poder destinar recursos a cualquiera de esas actividades implica indefectiblemente retirarlos de otro sector de la sociedad (luego cero creación de riqueza, sólo transferencia); en segundo lugar, el detalle de que un problema de financiación no se resuelve nunca con un incremento del gasto sino con un mejor uso del mismo, optimizando.
De los nuevos presupuestos, el titular que me hubiese gustado habría sido o una reducción drástica del gasto o la novedad real de limitar los costes del Estado, manteniendo intacto el necesario compromiso con sus funciones básicas. Sin embargo, seguimos condenados al engaño de las maldades del libre mercado que, en realidad, son el argumento que esgrimen sus detractores, concentrados en otro tipo de intereses y mercados, los de intercambio de favores políticos: votos bajo la promesa de subsidios. Nada más nefasto. La intervención burocrática no sólo provoca la pérdida de oportunidades reales, sino algo que es todavía más importante, la pérdida de libertad de los ciudadanos para poder elegir el uso de sus recursos propios. Simplificando, significa esto que el Estado a través del gasto es dueño de buena parte del resultado de nuestro trabajo. Cuanto más gastamos, más nos endeudamos y más debemos trabajar para restaurar lo prestado. De manera que en el fondo estamos abocados a trabajar más para vivir peor. ¿Por qué?, porque gastando lo innecesario, en realidad, no trabajamos para nosotros mismos, ni siquiera para recuperarlo, sino para financiar los errores de quienes planificando insisten en resolver un problema con su misma causa. Si exigimos más no olvidemos que habrá que pagarlo, volveremos a cometer errores pasados si nos concentramos exclusivamente en el corto plazo y los buenos datos.
No se me ocurre nada más incongruente con una sociedad civil basada en la protección de los derechos de propiedad que alimentar el problema de base donde el sistema permite que la mayoría democrática, o su representación política, expropie a los ciudadanos en nombre del bien común. No se puede caer en un mayor engaño. Nos orientamos a una noción de progreso equivocado donde se prima lo cuantitativo sobre lo cualitativo (mejor cuanto más gasto). Lo razonable en cualquier debate social de calado, ese que no abordamos, sería fijar unos valores base de los que se derivasen comportamientos asociados y, en nuestro caso, no sólo hemos invertido el proceso, sino que lo hemos aniquilado. Si pensamos que la idea de riqueza se asocia a un mayor gasto, estamos hipotecando. Lo deseable es lo opuesto. Si pretendemos generar riqueza, lo lógico sería que antes hubiésemos acuñado un valor intrínseco como la ambición, por ejemplo, pero en eso no nos entrenamos. No exigimos al Estado que lance un mensaje correcto "mejor cuanto más ambicioso sea, trabaje para crecer, prosperar y superarse", no, en realidad permitimos que envíe exactamente el contrario "no se frustre usted si no trabaja y no se sacrifica porque no pasa nada, que para eso estoy, preparado para premiarle y salvarle por muy mal que lo haga siendo irresponsable. Si no se esfuerza, no se preocupe, su ineficiencia está cubierta, voy a subvencionarle porque soy muy solidario".
Cada vez que un Estado interviene artificialmente en la economía en base a la manutención del gasto está fomentando el engaño, porque todo lo conseguido por quien ha hecho las cosas bien se está devaluando. Si como sociedad, fijamos la base para cuantificar la medida del valor en el dinero entonces inventar lo que no tenemos, o lo que es lo mismo, querer arreglar el endeudamiento o fomentar el crecimiento con más gasto, supondrá inevitablemente que el valor se vea afectado. Insistimos en el error constante de confundir más dinero con mayor poder adquisitivo cuando en realidad el consumo y el empleo no se aumentan con más dinero, sino con dinero que pueda comprar más.
Los PGE cumplen un objetivo inmediato, pero la mejor y única forma de lograr mayor flexibilidad de la economía en España es mediante cambios estructurales que logren mejorar la competitividad e incentivar la productividad que es la variable que explica la falta de crecimiento, valor agregado e innovación, en la trayectoria económica de nuestro país. No debemos quedarnos en los números, sino ahondar en los conceptos. Tenemos pendiente reformas laborales, fiscales y de la Administración pública tan profundas como serias.
Sólo en la medida en que disfrutemos de una mayor libertad, derechos y estabilidad fiscales, estaremos apostando por un sistema al servicio de los ciudadanos y no a la inversa. Un sistema que maximice ingresos- sin sacrificar incentivos empresariales y laborales- inmediatamente orientado a crear más riqueza real en base a unos principios que garanticen un mayor nivel de bienestar asociado (prosperidad a largo plazo). No hay recetas rápidas, ni fórmulas mágicas. Hay modelos correctos o modelos equivocados.