La renta básica se caracteriza por dos parámetros: universalidad e incondicionalidad. A saber, la renta básica la cobra todo el mundo (universalidad) sea cuál sea su situación (empleado, parado, rico, pobre, deseoso de trabajar, reacio a trabajar, etc.). Uno de sus principales defensores internacionales, el belga Philippe van Parijs, sintetizó ambas características señalando que incluso los surfistas de Malibú que se negaban a trabajar por estar todo el día disfrutando de las playas californianas debían cobrar la renta básica.
Podemos concurrió a las elecciones europeas de 2014 prometiendo implantar una renta básica en toda la Unión. Aquellos eran los tiempos en los que el partido hablaba claro y de frente, proponiendo las medidas radicales en las que verdaderamente creen sin obsesionarse con construir una hegemonía política que los habilite a gobernar de inmediato. Pero Podemos rápidamente abandonó su promesa de renta básica, ilustrando una vez más que ésta resulta indefendible tanto desde un punto de vista ético como económico.
Tras la metamorfosis socialdemócrata de Podemos, lo que se ha puesto de moda no es tanto la renta básica cuanto la "renta mínima de inserción" en sus muy diversas denominaciones (renta mínima vital, renta mínima garantizada, etc). La renta mínima de inserción, a diferencia de la renta básica, ni es universal ni incondicional: la cobran sólo aquellas personas que la necesiten atendiendo a determinados parámetros (nivel de renta, situación de desempleo, volumen de ahorros…) y siempre y cuando hagan esfuerzos por tratar de superar esa situación de dependencia de la Administración (por ejemplo, buscando activamente empleo o acudiendo a cursos de reciclaje). En España es proporcionada por las autonomías desde hace muchos años, pero Podemos juzga que sus cuantías (lo suficientemente bajas como para apenas garantizar el mínimo vital) y el número de sus beneficiarios resultan insuficientes: no disputa tanto el modelo cuanto su amplitud.
El último en subirse a este carro de una renta mínima de inserción "reforzada" ha sido el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, quien ha prometido multiplicar por seis (hasta los 6.000 millones de euros) el presupuesto destinado a día de hoy para la renta mínima de inserción. ¿Son 6.000 millones de euros un coste inasumible para el erario público? Mientras nos sigamos endeudando a los insostenibles ritmos actuales sin preocuparnos por atajar el déficit de inmediato, desde luego no: 6.000 millones de euros fue, por ejemplo, lo que nos ahorramos en 2014 en menores prestaciones y subsidios de desempleo por el repunte de la actividad y el agotamiento de parte de las existentes (por desgracia, incluso con ese ahorro el déficit público rondó los 60.000 millones de euros). A efectos prácticos, pues, Pedro Sánchez estaría reclamando regresar a unos niveles de prestaciones de desempleo propias del año 2013 (alrededor de 30.000 millones de euros anuales) frente al respiro presupuestario que representó su disminución (hasta los 24.000 millones de euros) en 2014.
Obviando por un momento la complicada coyuntura fiscal en la que se encuentra España, parece obvio que la principal crítica a dirigir contra la renta mínima de inserción no es la de su desproporcionado coste (6.000 millones de euros apenas supone el 1,3% de todo el presupuesto estatal), sino la de los perversos incentivos institucionales que genera tal cual la propugnan todas las formaciones políticas actuales. Tanto PSOE como Podemos abrazan la renta mínima de inserción como un remedio para paliar la carestía material que ocasiona la muy elevada y persistente tasa de paro española: "si la gente no cuenta con un empleo, deberemos ayudarla para que pueda comer". Pero semejante razonamiento soslaya que el desempleo masivo que atenaza a nuestro país no es una maldición divina ni una tara genética que padezcan los españoles: es consecuencia de un conjunto de regulaciones estatales (sobre todo en el ámbito laboral) pésimamente diseñadas. Otros países de nuestro entorno con una crisis económica no más liviana que la nuestra no exhiben cifras tan descorazonadoras como la española: Portugal cerró 2014 con una tasa de desempleo del 13,8%, Italia con el 12,8% e Irlanda con el 11,2%, frente al 24,4% de nuestro país.
No es un problema novedoso: la tasa media de paro de España entre 1980 y 2001 fue del 18%. Algo no funciona bien en nuestro mercado laboral —convenios colectivos que rigidizan los salarios, altas indemnizaciones por despido, encajonamiento contractual, elevados costes no salariales…— y ese algo debería ser corregido de inmediato con más libertad y competencia. Uno podría llegar a entender que, en un contexto de total libertad económica, se proporcionara una renta mínima de inserción a aquellos que quedaran descolgados de la Gran Sociedad (el propio Hayek o yo mismo hemos defendido esta idea dentro de la filosofía política liberal), pero lo que a buen seguro no tiene ningún sentido es que el Estado impida con una mano que las personas prosperen por sus propios medios y, con la otra, les proporcione un subsidio para sacarlos de la situación de exclusión económica en la que previamente los ha colocado. Primero la libertad de oportunidades para que todos puedan salir adelante y mejorar sus vidas; luego, si acaso, la renta mínima de inserción.
Mas, evidentemente, el establecimiento de una renta mínima de inserción en el contexto de un muy intrusivo y pauperizador intervencionismo gubernamental tiende a actuar como refuerzo positivo de ese intrusivo y pauperizador intervencionismo gubernamental. Si el paro deja de ser un problema no porque el Estado impida trabajar sino porque el Estado subsidia el desempleo o el subempleo que él mismo provoca, entonces tendemos a caer en una trampa de la pobreza institucional: las descoordinaciones sociales provocadas por el intervencionismo estatal dan pie a nuevas descoordinadoras políticas intervencionistas. Subsidio coactivo frente a libertad de oportunidades autorrealizadoras.
Acaso uno de los ejemplos más flagrantes y visuales de esta trampa de la pobreza institucional sea otro de los subsidios estatales creados en su momento por el PSOE: el Plan de Empleo Rural de Andalucía y Extremadura. El PER ha terminado convirtiéndose en un entramado de intereses creados que nadie se atreve a erradicar: el Estado quiso paliar la situación de precariedad económica en la que se hallaban muchos trabajadores del agro andaluz y extremeño creando un subsidio que ha incentivado que permanezcan en esa situación de (semi)precariedad económica. Las Administraciones se han acostumbrado a transferir perpetuamente los euros a sus beneficiarios y éstos se han acostumbrado a ese modus vivendi subvencionado: ni los primeros facilitaron en su momento la reconversión económica de la región ni los segundos tienen el más mínimo interés en perseguirla. Y quien habla del PER podría hablar de la minería asturiana o las subvenciones a la industria automovilística para que mantenga plantilla.
La implantación de una renta mínima vital de ámbito nacional sin antes restablecer la libertad de mercado que el Estado ha destruido y que en gran medida la haría totalmente prescindible generalizará y apuntalará esa trampa de la pobreza institucional. No más autonomía y prosperidad individual, sino más dependencia ciudadana de un Estado providente en medio de una economía mediocre. La mejor política social no es el subsidio universal, sino respetar la libertad de cada ciudadano para integrarse productiva y cooperativamente en la sociedad sin obstáculos regulatorios ni exacciones fiscales que se lo impidan. Libertad de oportunidades frente a subsidio clientelar.